Parte II

 

HOMBRE DE LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA

 

. 71

1. LA IGLESIA.. 73

a) Continuacion de la encarnacion. 73

b) Madre nuestra. 76

c) La Iglesia es santa. 78

d) La Iglesia es una. 81

e) La Iglesia es maestra. 87

f) La Iglesia es soberana. 91

g) La ley de la Iglesia es el amor 94

 

2.  EL  PAPA.. 95

a) Piedra fundamental de la Iglesia. 96

b) Padre para amar 98

c) Padre para obedecer 101

 

3.  EL  OBISPO.. 103

a) Sé que soy obispo. 103

b) Paternidad y servicio. 108

c) Anillo de la jerarquia eclesiastica. 111

d) "No puedo callar" 116

e) Iglesia universal e Iglesia particular 119

 

4. EL SACERDOTE. 123

a) El ministerio sacerdotal 123

b) La santidad del sacerdote. 128

c) La oracion del sacerdote. 132

d) La ciencia del clero. 137

e) La promocion de las vocaciones. 139

 

5. EL LAICO.. 142

a) El sacerdocio de los fieles. 142

b) La accion del laico. 146

c) La confesion de la fe. 149

 

 

 

La eclesiología de Scalabrini debe ser leída a la luz de las adquisiciones teológicas de su época, codificadas en las dos constituciones del Concilio Vaticano I, pero animadas ya por fermentos precursores del Vaticano II, no expresados suficientemente en el primer Concilio Vaticano a causa de su forzada interrupción.

En las numerosas páginas dedicadas a la Iglesia, conviene nuclear los puntos que desde la eclesiología corriente el Obispo eligió como principios inspiradores de la vida y de la acción episcopal. En un cuadro sustancialmente vertical de la eclesiología, destacan aún la concepción de la Iglesia como extensión de la Encarnación de Cristo, continuación de su vida terrenal, su manifestación permanente entre los hombres, familia de Dios, cuerpo de Cristo, comunión de los santos.

Son elementos iluminadores de la "pasión" de Scalabrini por la Iglesia, por la Iglesia universal, por la cual siente total celo y por la Iglesia particular, amada como esposa, defendida celosamente de ingerencias extrañas («extrajerárquicas») en base a un concepto del episcopado más teologal que jurídico: el obispo es mediador de la gracia.

En base a la doctrina del Concilio Vaticano I, la atención del Autor se concentra sobre las "prerrogativas" del Papa, primado e infalibilidad, con el amor y el orgullo del hijo que siente propia la gloria del padre y con la fe del cristiano que en el Papa glorifica a Cristo. Fe y amor se traducen en obediencia filial, no servil ni aduladora.

Scalabrini "sabe que es obispo" y por ello reivindica la autoridad divina, modelada sobre el «Obispo de nuestras almas»: la autoridad es servicio, fraternidad, decisión, responsabilidad y corresponsabilidad «para la gloria de Dios y la salvación de las almas», para los «intereses de Jesucristo y de su Iglesia». La misma naturaleza sacramental de la Iglesia está expresada en la jerarquía: el "principio jerárquico" es garantía de la transmisión de la gracia mediante los canales instituidos por Cristo: Papa, obispo, sacerdote.

El laico es más beneficiario que protagonista, pero él también es sacerdote y apóstol, mediador del obispo y del sacerdote ante el mundo, como el obispo es mediador de Dios y del Papa ante los presbíteros y los laicos.

La doctrina del «medio», o sea el obispo único mediador legítimo entre el Papa y los fieles, hoy redimensionada, es sostenida por el Beato Scalabrini para afirmar y defender el principio, puesto prácticamente en discusión por la corriente "intransigente", que en el campo de la conciencia el único legislador y juez competente para la Iglesia universal es el Papa y, para la Iglesia particular, el obispo en comunión con el Papa.

La pertenencia y la unión a la Iglesia, o sea al conjunto de todos los cristianos, eclesiásticos y laicos, no es fruto de mera "dependencia" sino que se realiza plenamente mediante la «triple unión de fe, de comunión y de dependencia», unión «de fe, de caridad, de obediencia» al Papa y a la Iglesia, que asegura la unión de vida y de gracia con la Cabeza, Cristo.


 

1. LA IGLESIA

 

La Iglesia es extensión de la Encarnación a lo largo de los siglos, continuación de la obra del Redentor, retrato de Cristo, prolongación de Pentecostés, cuerpo de Cristo.

La Iglesia es madre: como tal debemos amarla y abandonarnos en sus brazos con filial confianza.

La Iglesia es santa en la doctrina, en los sacramentos, en las leyes: es madre de santidad y comunión de santos.

La Iglesia es una en la fe, en la comunión, en el  gobierno, en los medios de salvación. Es la familia de Dios, la ciudad de Dios. Es una, pero variada: es un atentado a su unidad el no reconocer la variedad de los carismas y de las funciones. Es una en la caridad fundada sobre la verdad que no puede ser traicionada ni callada.

La Iglesia es maestra infalible, inmutable en la fidelidad al depósito de la fe, dinámica en la fidelidad al Espíritu. Esposa del Cordero, es Reina, a la que se debe obedecer si se desea obedecer a Cristo, aún a costa de la vida y del sacrificio de las propias ideas. Pero su ley es la caridad, su vida es el amor. El que no ama y no perdona no está en la Iglesia.

 

 

a) CONTINUACION DE LA ENCARNACION

 

«La Iglesia es la extensión de la Encarnación a lo largo de los siglos»

 

137.     Bien se dijo que la Iglesia no es más que la extensión moral de la Encarnación en el transcurso de los siglos. Y ya que en Cristo la humanidad y la divinidad, si bien distintas, están íntimamente unidas e inseparables, así la Iglesia, que lo representa, continúa su obra, produce sus mismos efectos sobrehumanos, es al mismo tiempo divina y humana. Más claramente: la Iglesia, que mirada en su fin es una sociedad espiritual, encaminada a la santificación y salud eterna de las almas, tiene empero también una parte material visible y externa, principalmente en razón de los miembros que la componen, los hombres, que no son puros espíritus, sino seres de alma y cuerpo. Y como la misión salvadora del Hombre-Dios, si bien dedicada al rescate y a la salud de las almas, fue bajo las formas corpóreas y sensibles de la encarnación, predicación, pasión, muerte, resurrección, así El quiso ligar a formas materiales y sensibles los actos de su Religión y los medios ordinarios de santificación: culto, magisterio, Sacramentos. Por lo tanto, en esta sociedad religiosa se divisa una parte espiritual que se define alma de la Iglesia; y es aquella que vivifica, modela y rige todos los miembros místicos, y los pone en comunicación con su divina Cabeza y entre ellos y opera ese bienaventurado intercambio de méritos y de riquezas, que se llama Comunión de los Santos, que abarca a todos los justos y amigos de Dios, no sólo los peregrinos en el mundo, sino también aquellos que terminada su carrera mortal, tocaron ya la patria, o temporariamente están retenidos en el Purgatorio para la expiación final de sus culpas. A esto pertenece todo lo que la Iglesia tiene de interno y espiritual: la fe, la caridad, la esperanza, los dones de la gracia, los carismas, los frutos del Espíritu divino y todos los tesoros celestiales que le derivan de los méritos de Cristo Redentor y de sus servidores. Forma parte también del Cuerpo de la Iglesia lo que ella tiene de visible y externo, ya sea la asociación de los congregados, como el culto y el ministerio de la enseñanza, y su gobierno y orden externos. Además, del mismo modo en que estas dos partes esenciales, que constituyen la Iglesia, están unidas inseparablemente entre sí, como el alma con el cuerpo, así entre miembro y miembro, por la caridad debe reinar una tal armonía y reciprocidad de funciones, que dé la misma imagen de unidad que el individuo físico, tal como la describe el Apóstol diciendo que: "de Cristo, nuestra Cabeza, todo el cuerpo recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros; así el cuerpo crece y se edifica en el amor"( Ef. 4, 15-16). [1]

 

 

«La Iglesia es la verdadera imagen de su Fundador»

 

138.     La vida de la Iglesia emana directamente de un principio divino, que modela y gobierna su organismo humano, la totalidad de los fieles, mediante los cuales se expresa, sublimándola así como sociedad de naturaleza absolutamente diferente a las demás, porque es una sociedad terreno-celestial, por lo tanto, verdadera imagen de su Fundador, al mismo tiempo Hombre y Dios. De manera que puede decirse casi una encarnación viviente de Cristo sobre la tierra, una continuación de su vida mortal; Jesucristo difundido y comunicado en toda su plenitud. En efecto, la vida de la Iglesia es radicalmente el espíritu de Dios, según el Apóstol: Multi unum corpus sumus in Christo: haec omnia operatur unum atque idem Spiritus [Todos nosotros formamos un solo cuerpo en Cristo; pero en todos es el mismo y único Espíritu el que actúa] (Rom. 12,5; 1 Cor. 12,11). [2]

 

 

«La Iglesia es la continuación perpetua de la obra del Redentor»

 

139.     La depositaria y dispensadora de los Sacramentos es la Iglesia, continuación perpetua de la obra del Redentor y del Santificador de los hombres sobre la tierra. Por lo tanto, es la Iglesia la que tiene, diríamos, las llaves de este canal, es la Iglesia que, por medio de los Sacramentos, saca del seno de Dios la gracia santificante y la hace correr, a semejanza de un río, en el alma del cristiano (Is. 44, 3). ¿Qué otro don inestimable, por lo tanto, nos hizo Jesucristo al fundar aquí en la tierra su Iglesia y al hacernos crecer en su regazo? En efecto, sólo en su regazo El infunde sus carismas. Objeto de sus complacencias, pupila de sus ojos, pálpito de su corazón, la Iglesia es su única paloma, su única y perfecta, al mismo tiempo, esposa y hermana (Cant. passim). Salió de su costado, está purpurada por su divina sangre, es santa, es inmaculada (Ef. 6, 25). ¡Oh Iglesia! ¡Oh Iglesia, cuán querida eres para Jesús! ¡Qué afortunados somos nosotros por ser tus hijos! En la Iglesia tenemos todo lo que puede guiarnos hacia la eterna salud, fuera de ella, oscuridad, desolación y muerte.[3]

 

 

«Jesucristo se ha retratado en su Iglesia»

 

140.     En la creación del universo Dios imprimió como una horma de su gloria, y especialmente en la creación del hombre, que es su cabeza, El ha retratado la imagen viva de su ser. Jesucristo se ha retratado en su Iglesia. Ha hecho el mundo de las almas a su imagen, le ha dado unidad porque es uno, la santidad porque es santo, la autoridad porque es el Señor, la universalidad porque El es el Dios inmenso, la perpetuidad porque es El Dios eterno; y como, al crear los mundos, El puso en movimiento la fuerza de atracción, que hace que graviten hacia un centro común, así, en la creación de la Iglesia, El ha difundido su gracia, esta ley de atracción espiritual, que también hace gravitar el alma hacia Aquél que es el centro común de las inteligencias, Dios; ha infundido en la Iglesia su gracia, esa fuerza arcana que le imprime el movimiento y la vida. [4]

 

 

«Los destinos de Cristo y de la Iglesia son inseparables»

 

141.     Los destinos de Cristo y de su esposa son inseparables. Lo que sucedió con el cuerpo físico y material de Jesucristo es presagio de lo que ocurre y ocurrirá con su cuerpo espiritual y místico que es la Iglesia. El cuerpo de Cristo fue sometido a las injurias, a las flagelos, a los golpes; y a las injurias, a los flagelos y a los golpes es sometida frecuentemente la Iglesia. El cuerpo de Jesucristo fue suspendido en la cruz, agonizó, murió, fue sepultado; y crucificada, agonizante y casi moribunda aparece alguna vez la Iglesia. Esperen. Jesucristo sale de la tumba glorioso, impasible, inmortal, justamente de aquella en que sus enemigos creen haberlo sepultado para siempre; y justamente de aquella en que sus enemigos actuales se empeñan en creer haber apagado para siempre a la Iglesia católica; hela aquí volver a levantarse más gloriosa, más fuerte, más hermosa que antes. [5]

 

 

«La Iglesia es un Pentecostés prolongado»

 

142.     La Iglesia Católica, ya que tuvo su primer origen en Pentecostés, puede decirse de ella que es un Pentecostés prolongado a través de los siglos. Asistida continuamente por el Espíritu Santo, hace oír a todos su autorizada voz, predica a todos las mismas verdades, indica a todos los mismos preceptos. Los unos inclinan humildemente la frente, adoran y obedecen, los otros por el contrario la ridiculizan y se vanaglorian de no creerle. ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué muchos, especialmente en nuestros días, manchan su lengua y su pluma con errores y blasfemias increíbles y pierden la fe? No por otra cosa sino porque está manchado su corazón. Tal es la sentencia infalible de Jesucristo (...): Lux venit in mundum et dilexerunt homines magis tenebras quam lucem, erant enim eorum mala opera [La luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas] (Jn. 3, 19). Es en la corrupción del corazón que tiene origen la incredulidad. [6]

 

 

«Somos un solo cuerpo en Jesucristo»

 

143.     Somos un solo cuerpo en Jesucristo, y así como en el cuerpo humano no todos los miembros cumplen la misma función, así también cada miembro de la Iglesia no ejerce el mismo oficio. Hay en el cuerpo humano una cabeza que, colocada en la parte más alta, domina a todos los demás miembros, les da vida, los dirige y los gobierna; y en la Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo, está (...) el Pontífice Romano, cabeza visible de este gran cuerpo, que tiene el gobierno supremo y universal sobre todos los miembros que conservan la unidad en él. Están los Obispos, subordinados al Romano Pontífice, pero regidores supremos de la parte del redil católico que de él, Pastor universal, recibieron para su cuidado; se dirían también los ojos de ese mismo cuerpo. Siguen los sacerdotes y los demás ministros inferiores, que son, por así decir, los brazos; por último todos los fieles que son la plenitud y el complemento.

Surge así una cadena que, partiendo del Papa, llega ordenada y jerárquicamente hasta el último campesino, el que mientras guía con gran esfuerzo el arado en su campo, si tiene el espíritu de Jesucristo, se siente unido, de la misma manera que nos sentimos unidos nosotros mismos, en la fe, en la caridad, en la obediencia con el Papa y con la Iglesia. ¡Oh! ¡cómo quisiéramos que se deleitaran frecuentemente con este pensamiento, tan hermoso y maravillosamente conmovedor! ¿Y no es quizás maravilloso y conmovedor el hecho de esta inmensa familia de creyentes diseminados por todo el mundo, que rezan todos el mismo símbolo, que se alegran todos con las mismas esperanzas, que se acercan todos a los mismos Sacramentos, que reconocen todos el mismo Sacerdocio, que ofrecen todos el mismo Sacrificio, que obedecen todos a la misma ley, que escuchan todos la misma voz del Padre común (...)?

¿Y no es dulce para ustedes, oh pobrecitos, hijos Nuestros muy amadísimos, reunirse en los días festivos en el templo para asistir a los divinos misterios? ¿no es dulce para ustedes saber que están en comunión con todo el mundo, hijos todos de la misma madre, que llama a todos por igual sin distinción de nacimiento, de grado y de educación, a ganarse, con el ejercicio de las buenas obras, la misma bienaventurada inmortalidad?

¿No es dulce para ustedes saberse en comunión de afectos no sólo con la Iglesia que combate aquí en la tierra las gloriosas batallas del Señor, sino también con aquella también que se regocija triunfante en el Cielo? ¿No es dulce saber que lo que ustedes creen es lo mismo que fue creído por todas las generaciones a lo largo de todos los siglos? (...).

¡Oh salve, una, santa, católica y apostólica Iglesia! ¡Tú maestra, tú reina, tú madre, tú el Cuerpo místico de Jesucristo viviente en los siglos! De ti nuestra salvación, nuestra gloria, nuestra paz, nuestra alegría, nuestra felicidad, nuestra vida. Como maestra nuestra te escucharemos, como soberana nuestra te obedeceremos, como madre nuestra te amaremos, como cuerpo del cual somos miembros te ayudaremos y te defenderemos [7]

 

 

b) MADRE NUESTRA

 

«¡Miremos en el rostro a nuestra Madre!»

 

144.     Somos hijos de la Iglesia Católica; ¿esto sólo no debería bastar para despertarnos de una vez? ¡Miremos en el rostro a nuestra Madre y avergoncémonos por haber hecho hasta ahora tan poco por ella!

¿Qué es ella? Es la obra del milagro, más bien es ella misma un milagro. Milagro estupendo en su origen, milagro singular en su propagación, milagro permanente en su duración. En efecto, ¿cómo nació? Nació, se puede decir, a fuerza de milagros, sin el mínimo apoyo humano, o mejor dicho, a pesar de los esfuerzos de todo el infierno enfurecido alrededor de su cuna, y a pesar de obstáculos inmensos, increíbles, no superables por ninguna fuerza creada. Sostenida únicamente por el brazo de Dios, no obstante todas las potencias, todos los prejuicios, todas las pasiones, todos los errores del mundo, juntos conspirados para dañarla, no obstante las persecuciones de todo tipo movidas en su contra por la barbarie, la astucia y el orgullo, como rayo que se desliza de oriente a occidente, ella se propaga admirablemente, se extiende por todo el mundo, y siempre entre los más tremendos asaltos, siempre entre las oposiciones más duras, avanza tranquila y serena, atraviesa majestuosa el curso de los siglos, subsiste inmóvil, se mantiene invencible, se conserva incorrupta y triunfa gloriosamente sobre toda clase de enemigos (...).

¿No es ésta una continua cadena de portentos inenarrables que nos hacen tocar con la mano la obra del Eterno, la potencia de Cristo, la fuerza, la virtud, la omnipotencia divina, comunicada, transmitida, encarnada en la Iglesia? ¿Y no deberíamos nosotros inclinar la frente y doblar reverentes las rodillas ante esta Reina inmortal de los siglos, ante esta inmaculada esposa de Cristo, ante esta Señora soberana de todos los reinos, de todas las edades, de todas las gentes? ¿No nos consideraríamos altamente honrados por pertenecerle? ¿No quisiéramos poner mano eficaz en las obras de su gloria? [8]

 

 

«La Iglesia es verdaderamente nuestra Madre»

 

145.     Queridos hijos, mantengan siempre fija en la mente la gran sentencia del mártir San Cipriano: No puede tener a Dios como padre, el que no tiene a la Iglesia como madre.

Y verdaderamente la Iglesia es nuestra madre, hermanos e hijos muy queridos. Esta no es una frase oratoria, es una doctrina estrictamente dogmática.

Así como en la relación entre nosotros y Dios creador están los progenitores y está la serie de nuestros padres, que nos unen al primer hombre, Adán, así también, escribe un grande, entre nosotros y Jesucristo, en el orden sobrenatural de la fe y de la gracia, hay una madre, que es virgen y es justamente la Iglesia. Ella, por la serie no interrumpida de las generaciones espirituales, se remonta a los Apóstoles y a Jesucristo. Como la ola de la vida natural se expande desde Dios hacia todo lo creado por la obra necesaria de los progenitores según la carne, así la ola de la vida sobrenatural y divina se expande desde Cristo hacia todos los creyentes por la obra igualmente necesaria de la Iglesia, que es su Esposa y por lo tanto madre nuestra, destinada a alimentarnos con la leche de sus doctrinas, a criarnos en la vida espiritual de la gracia, a enriquecernos con todos los tesoros del Cielo y a conducirnos a la edad perfecta de Cristo. [9]

 

 

«¡Amemos a esta madre!»

 

146.     ¡Amemos a esta madre! No olvidemos que aquel que no ama a la Iglesia está fuera del amor de Jesucristo, y por lo tanto, afuera de ese solo amor que nos ennoblece, nos eleva y nos hace querer todo lo que es digno de amor en el universo. Amemos a la Iglesia viva y presente de nuestros días, que habla por boca de su Jefe augusto y de sus Obispos, que vive y sufre por nosotros, que con nosotros reza y espera. Amémosla como la cosa más querida que hay en el mundo después de Jesucristo; amémosla como a nuestra familia, como a nuestra madre bellísima y al mismo tiempo afectuosísima; amémosla como aquella que mejor representa y expresa en sí la infinita belleza y bondad de ese Dios que es todo nuestro amor. Entre los brazos de esta madre abandonémonos confiados. Lo dijo mi madre, exclama el niño, y, pronunciadas estas palabras, prosigue seguro por su camino. Lo mismo debe decir cada uno de nosotros: ¡Lo dijo la Iglesia y basta! [10]

 

 

«Te amaremos siempre con amor de hijos»

 

147.     ¡Oh Iglesia Católica!¡Oh hija del Cielo! ¡qué hermosos son tus tabernáculos! ¡qué luminosos tus caminos! ¡Madre de los Santos, imagen de la suprema ciudad, conservadora eterna de la sangre incorruptible, salve! Tú nos amas con amor de madre y nosotros te amaremos siempre con amor de hijos. Como nuestros hermanos, que recogieron ya la palma de su triunfo, nos preocuparemos por santificarnos nosotros también en este peregrinaje mortal, también para no ser indignos de ti. Seguiremos dóciles tus enseñanzas, nos mantendremos en todo momento unidos a ti, sabiendo bien que fuera de ti no hay salvación. Militantes contigo sobre la tierra, esperamos estar contigo triunfantes en el Cielo por los méritos de Jesucristo Dios nuestro, para el cual sean el honor, la sabiduría, el imperio, la acción de gracias, la bendición, el poder, la fortaleza y la gloria en los siglos de los siglos. Amén. [11]

 

 

c) LA IGLESIA ES SANTA

 

«La Iglesia es santa»

 

148.     La obra más grande de Dios Padre es Jesucristo y la obra más grande de Jesucristo es su Iglesia, que adquirió y purificó con su sangre, santificó con su espíritu, enriqueció con sus méritos, para presentarla a su Padre exenta de toda arruga y de toda mancha y hacerla reinar perpetuamente consigo en el Cielo. Ella es, por lo tanto, santa en su Autor, que es el manantial y la fuente de toda santidad; santa en sus Sacramentos, canales por los cuales nos llegan todas las gracias; santa en su Sacrificio incruento, con el cual se ofrece al nombre de Dios una oblación limpia; santa en su culto, tan majestuoso, tan bello, que inspira la fe más viva, el respeto más profundo, la piedad más tierna, que vence todo razonamiento, que habla poderosamente al corazón aún de los heterodoxos.

Santa en sus doctrinas, ya que su especial cuidado consiste en conservarlas incorruptas, como las recibió de su fundador, para sanar las enfermedades espirituales, disipar las tinieblas que obstruyen las mentes, incitar a sus hijos a las buenas obras, sublimarlos en la práctica de la pobreza voluntaria, de la obediencia más perfecta, de la virginidad angelical, de la vida austera y penitente, al coraje del sacrificio y del martirio.

Santa, por lo tanto, en sus hijos, porque el Salvador se entregó a sí mismo para rescatarlos de toda iniquidad, y para purificarse un pueblo aceptable, guardián de las buenas obras (...). Vengan y vean. Tantos millones de mártires generosos, de solitarios penitentes, de vírgenes puras, de héroes de toda clase; ese número grandísimo de pastores y de sacerdotes, que arden con un santo celo para la gloria de Dios y la salvación de las almas, que corren también a lejanos países, donde brilla la espada de las persecuciones, y a todo lugar en que un feroz malestar siega víctimas; esos religiosos, y son muchos, de los cuales los mismos enemigos admiran las virtudes, las austeridades, el espíritu de soledad, de oración, de celo, de caridad, de alejamiento de toda cosa terrenal; tantas almas piadosas, ignoradas por el mundo, pero conocidas y amadas por Aquel que escruta los corazones, son todos hijos de la Iglesia Católica. Ella, santa en sí y santa en todas sus cosas, no cesará jamás de nutrir en su propio seno portentos de santidad, dignos del supremo honor de los altares, y de ser por eso fuente inagotable de todos los bienes. [12]

 

 

«La Iglesia es madre de Santidad»

 

149.     La santidad es el carácter inseparable y propio de la verdadera Iglesia; Dios es la santidad por esencia; por lo tanto una Iglesia que viene de Dios debe llevar la huella de la santidad; y santa, o mejor dicho madre de santidad, como escribe San Agustín, es justamente la Iglesia Católica: sanctitatis mater (...).

Fuente de santidad son ante todo las verdades que nos enseña: ya que las doctrinas promulgadas por la Iglesia Católica no son simples teorías, sino principios eternos, de los cuales emana una multitud de consecuencias morales que divinizan, por así decir, nuestra naturaleza (...). Un Dios justo e infinitamente misericordioso, la inmortalidad del alma, la reparación de la culpa por medio de la penitencia, el perdón de las ofensas, la paciencia, la caridad, la humildad y así continuando, son todas doctrinas que sirvieron en todos los tiempos para formar en gran número héroes insignes y sin culpas.

Fuente de santificación son los Sacramentos que con afecto de madre la Iglesia nos administra. Nos administra el bautismo para limpiar las manchas de nuestro origen carnal; nos administra la confirmación para darnos fuerza para combatir las batallas del Señor; nos administra la penitencia como medio de expiar nuestros pecados; nos administra la Eucaristía y nos comunica al autor mismo de la santidad. Administra el matrimonio que santifica la familia, administra el orden sagrado para perpetuar aquí abajo el sacerdocio de Jesucristo; administra la extrema unción y derrama sobre el lecho de nuestras agonías los mismos consuelos del Cielo.

Fuente de santidad son los preceptos que ella nos impone, preceptos llenos de indulgencia y de bondad, con los cuales esta tierna madre nos guía a través de los peligros del mundo hacia el puerto de la salud y se esmera toda para hacernos felices en ésta y en la otra vida. Nos manda amar a Dios con el corazón, dirigir a El, como último término, los pensamientos, los afectos, las obras, todo lo que nosotros somos y podemos, y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos con el amor que viene de Dios. En fin nos propone imitar a Jesús Crucificado nuestro Señor, sublime ejemplo de resignación, de fortaleza, de gloria, para que crucificados con El a las vanidades de este siglo, estemos unidos a El en los sufrimientos como en el gozo.

Fuente de santificación es la comunión de los Santos, fruto de aquella perfecta caridad que une entre si la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante, forma con ellas un solo cuerpo del cual Jesucristo es la cabeza; y por lo tanto nosotros somos partícipes tanto de los méritos de los justos todavía caminantes sobre la tierra como de la gloria de los residentes celestiales.[13]

 

 

«¿Son capaces de encontrar algo virtuoso que la Religión no genere o no inspire?»

 

150.     ¿Son capaces de encontrar algo virtuoso que la Religión Católica no genere o inspire?. ¿Quizás la amistad? Pero la Religión católica sólo puede darnos amigos verdaderos y fieles. ¿Quizás la gratitud? Pero es la Religión Católica que forma el corazón verdaderamente bueno y condimenta con alegría pura la sociedad civil. ¿Quizás la unión matrimonial? Pero es precisamente la Religión Católica que, elevándola al grado de Sacramento, la hace estable y santa y desea que retrate en sí la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. ¿Quizás los deberes de la vida civil? Pero es justamente el Evangelio que nos manda ser humildes, dulces, afables, mansos, pacientes, caritativos. ¿Quizás el coraje? ¿Pero qué héroes podrían compararse con aquellos de quienes se enorgullece la Religión Católica? ¿Quizás la buena administración del gobierno? ¡Oh, si los pueblos, las repúblicas, los reinos estuviesen gobernados solamente con las máximas del Evangelio! ¿Adónde estarían entonces los abusos, las injusticias, las calumnias, las ambiciones, los odios, los hurtos, los homicidios, los sacrilegios, las revueltas? [14]

 

 

«El tesoro de la Iglesia: la comunión de los Santos»

 

151.     La comunión de los Santos, o sea el tesoro común de gracias y de méritos que existe en la Iglesia, se debe principalmente a la Cabeza (...). Es, por lo tanto, a Jesucristo que la Iglesia debe la plenitud de sus bienes. ¡Oh, yo no me asombro que este fondo de reserva sea inagotable, infinito! La sangre de Jesucristo, esta sangre adorable, de la cual una sola gota habría sido más que suficiente para redimir al mundo, sus lágrimas, sus oraciones, su vida, sus obras, sus esfuerzos, sus dolores, he aquí lo que forma y alimenta el tesoro de la Iglesia. Es una cadena de méritos que se extiende de uno a otro extremo de la tierra, es un río de gracias que corre incesantemente a través de la humanidad y la fecunda (...).

Si desde la cabeza deriva especialmente la vida de los miembros, no es para pensar que los miembros sean extraños a esa vida. Ya que dice el Apóstol: Dios conformó el cuerpo de tal manera que los miembros tengan mutuo cuidado los unos por los otros: Deus contemperavit corpus... ut pro invicem sollicita sint membra, con el fin de que la abundancia de unos supla la indigencia de los otros: ut abundantia illorum vestrae inopiae sit supplementum. Ahora bien, si tal es la condición natural del cuerpo del hombre, del cuerpo de la familia, del cuerpo de la ciudad, ¿no deberá verificarse eso en la Iglesia, que es el cuerpo de Jesucristo, la familia de los elegidos, la ciudad de Dios?

Demos una mirada a la innumerable multitud de los Santos que pasaron por la tierra, y que hoy triunfan en el cielo. Cuántos sufrimientos, cuántas oraciones y cuántos sacrificios, que van a desembocar, como otros tantos arroyos, en el mar infinito de los méritos de Jesucristo que forman el tesoro de la Iglesia.

Yo veo en este tesoro no sólo los méritos superabundantes satisfactorios e impetratorios de Cristo, sino también de la Virgen y de los Santos: veo la sangre de los mártires, las austeridades de los anacoretas, el celo de los Apóstoles, la fe de los Confesores, las palmas de las Vírgenes, nuestras mismas buenas obras, las mismas oraciones que hoy han elevado en unión con su Obispo están allá. En virtud de la Comunión de los Santos oración de ustedes sale de este templo, vuela sobre las alas de los Angeles, atraviesa los océanos, va directamente al corazón de nuestros hermanos lejanos, de nuestros hermanos impenitentes, de nuestros hermanos separados. Ella les lleva el bálsamo del consuelo, la gracia del remordimiento, el don de la perseverancia. La Comunión de los Santos se extiende por todas partes. Para ella no hay límites ni en el tiempo ni en el espacio. [15]

 

 

«Es consolador, es dulce este dogma de la Comunión de los Santos»

 

152.     ¿No oyen los gemidos que nos llegan desde las profundidades? ¡Miseremini mei, saltem vos, amici mei! Tengan piedad de mí, por lo menos ustedes que un día fueron mis amigos (...). Son voces de lamento y de dolor. Es la voz de un padre, de una madre, de un hermano, de una hermana, de una hija, de una esposa, que sube hasta nosotros desde la cárcel de expiación para implorar nuestros sufragios, ya que ni siquiera el dolor destruye la Comunión de los Santos. ¿Y por qué se rompería esta comunión por la expiación de los justos? ¿No pertenecen, quizás como nosotros, al cuerpo de Jesucristo? ¿No son también ellos miembros vivos de la familia de los elegidos y de la ciudad de Dios? Por lo tanto, ¿por qué no tendrían parte en el tesoro común de la Iglesia, en nuestra satisfacción, en nuestros sacrificios, en nuestros auxilios?

¡Ah, qué consolador, qué dulce este dogma de la comunión de los Santos! El cielo reza, la tierra reza, el purgatorio reza; y así el purgatorio, la tierra, el cielo, la Iglesia doliente, la Iglesia militante, la Iglesia triunfante se dan la mano, están unidas entre ellas por un mutuo intercambio de súplicas y de méritos. Desde el purgatorio la oración sube hacia la tierra, desde la tierra se eleva al cielo y allá, pasando por la boca de los Santos, obtiene el refrigerio, la luz y la paz. El purgatorio reza por nosotros, el Cielo reza por nosotros, y nosotros pobres desterrados y peregrinos rogamos al Cielo, entre los padecimientos y la gloria.

Es por nuestro intermedio que el grito de esas almas cautivas llega hasta el trono de Dios. Desde allá arriba la abundancia de las misericordias divinas se derrama sobre la tierra y desde la tierra, como celestial rocío, cae hasta el purgatorio donde se posa sobre los labios sedientos por llamas expiatorias. [16]

 

 

d) LA IGLESIA ES UNA

 

«Unidad de fe, unidad de comunión»

 

153.     La verdadera Iglesia de Jesucristo figurada en el Antiguo Testamento en el arca de Noé, en el monte de Sión, llamada la viña, el campo, el barco, el redil, la casa, el ejército, el reino de Dios, el cuerpo de Cristo, debe llevar en la frente, esplendorosa con luz vivísima, la nota de la unidad. Como uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, así debe haber unidad de creencia en aquellos que pertenecen a la Iglesia; como Jesucristo murió para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos, así debe conservarse la unidad de caridad, o de comunión. La profesión de la misma doctrina, o sea la unidad de fe; la entera sumisión al mismo Jefe, representante de Dios, o sea la unidad de comunión, era el supremo pensamiento del divino Salvador cuando rogaba fervientemente al Padre por sus discípulos presentes y futuros, "para que sean todos una misma cosa, como tú estás en mí, oh Padre, y yo en ti, que sean también ellos una sola cosa en nosotros". Era aquella doble unidad que inculcaba el Apóstol con esas palabras: Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. [17]

 

 

«Unidad de fe, unidad de gobierno, unidad de sacramentos»

 

154.     Dios siendo uno, y siendo una la verdad, es preciso que también la verdadera Iglesia sea una y, en efecto, la unidad es el primer carácter que brilla en la frente de la Iglesia de Cristo. ¡Unidad de fe, unidad de gobierno, unidad de sacramentos como precisamente fue constituida por Cristo! Unidad de fe, porque todos los miembros que la componen deben creer las mismas verdades, profesar las mismas doctrinas so pena de dejar de ser católicos. Ninguna licencia de pensamiento, ninguna ilusión de interpretación privada y ninguna injerencia del individuo en lo que respecta a la fe.

Unidad de gobierno, ya que la Iglesia de Cristo forma una sola e inmensa familia, un cuerpo compacto, una verdadera sociedad ordenada y compuesta con organismo interno y externo, perfecta en todas sus partes. Y he aquí sobre cada Diócesis un Obispo, que es el padre, el pastor, el maestro; y sobre todos los Obispos el Papa que es para todos el fundamento, la cabeza, el monarca; de manera que todo se centra en el Papa y todo desde el Papa desciende a los fieles con tan admirable flujo de vida que arranca la admiración de los mismos incrédulos y los obliga a venerar la maravillosa estructura, la sorprendente unidad de aquella gran Jerarquía social.

Unidad de Sacramentos, ya que todos en la Iglesia de Cristo no sólo reciben los mismos Sacramentos, sino que los reciben sustancialmente del mismo modo. Todos rezan con las mismas palabras, todos ofrecen a Dios el mismo sacrificio de alabanza, la misma oblación limpia, como había sido predicho que debía ofrecerse desde el oriente hasta el ocaso, en todo el mundo. [18]

 

 

«La Iglesia es el cuerpo de Cristo, una familia, una ciudad»

 

155.     La Iglesia, dice el Apóstol, es el cuerpo de Jesucristo. Ahora, los miembros de un cuerpo están unidos entre ellos por un intercambio continuo de mutuos servicios. Un miembro sostiene y ayuda al otro, y todos juntos participan de los mismos bienes, o sea, de la fuerza, la salud, el movimiento, la vida. Un miembro que cesara de cooperar al bienestar general o de abastecerse en esta fuente común, por ello mismo se volvería impotente y dejaría de vivir. Es por ello que uno no puede decir: Yo no te necesito, ya que todos, la cabeza como las manos, las manos como los pies contribuyen a la belleza, a la armonía del todo.

La Iglesia es una familia. Ahora bien, todos los miembros de una familia están unidos entre ellos en forma semejante. El más débil se apoya en el más fuerte y el más fuerte protege al más débil. El nombre, la fortuna, la salud de uno se difunden sobre todos y forman como una reserva común. La potestad del padre se comunica a la madre y a los hijos. El amor de la madre se divide entre los hijos y el padre y la inocencia de los hijos se refleja sobre los padres. La ganancia de uno llega a ser la ganancia de los demás, su pobreza, la pobreza de los demás; su deshonor, el deshonor de los demás; su gloria, la gloria de los demás. Cuando un miembro sufre, todos los demás sufren con él; cuando uno se alegra, todos los demás se alegran con él. Así la familia humana es, como el cuerpo humano, un intercambio de servicios y de funciones recíprocas, en mutuo vínculo de amor.

La Iglesia es una ciudad, ciudad fundada sobre la cumbre de una alta montaña. Ahora también aquí la riqueza de unos redunda en beneficio de los demás y la abundancia de éstos suple a la penuria de aquellos. Otros contribuyen con el trabajo al sustentamiento común, y otros velan por la buena marcha de la cosa pública. Cada uno tiene su propio valor personal, sus títulos privados, pero también hay un tesoro común, del cual todos participan, según sus derechos y sus capacidades. Admirable armonía por la cual todo se enlaza, se conecta, se coordina en una vasta comunicación de necesidades y de beneficios. [19]

 

 

«La variedad no perjudica a la admirable unidad»

 

156.     Observen este santo edificio y vean como la variedad no perjudica para nada a la admirable unidad. Cada piedra tiene su forma, su posición, su destino particular. Unas colocadas en la base, otras en la cumbre; las más ricas y espléndidas adornan el santuario y el altar; las más comunes, aunque no menos útiles, diseminadas en todas partes, forman el cuerpo principal de la construcción. Unas sepultadas bajo el suelo y totalmente ignoradas, sostienen el peso de todo el edificio; las demás expuestas a la vista de los hombres muchas veces son tan sólo un ornamento accesorio, que si se sacan, el templo no es menos hermoso ni menos sólido.

He aquí una imagen viva de la sociedad, de la familia, de la Iglesia como fueron instituidas por Dios. En ellas cada uno debe mantenerse en su propio puesto, aceptar con docilidad inalterable la posición en la cual Dios lo ha colocado, ya que Dios es el autor de los honores, el distribuidor de las dignidades, el árbitro supremo de nuestra suerte; y la verdadera gloria del alma cristiana está en cumplir la voluntad divina para edificar, como escribe San Pablo, sobre el fundamento de los Apóstoles y de los profetas, siendo el mismo Cristo piedra maestra angular, sobre el cual el edificio todo interconectado se levanta como templo santo del Señor, sobre el cual también ustedes son edificados en habitáculos de Dios mediante el Espíritu.

Mas como estas piedras (...) no formarían un sólido edificio si no estuviesen adheridas unas a otras con cierto orden, si no estuviesen unidas en paz y casi en amor recíproco, así los cristianos no forman realmente la casa de Dios sino sólo cuando están estrechamente unidos con los vínculos de la caridad: Domum Domini non faciunt, nisi quando charitate compaginantur [No construyen la casa del Señor, sino cuando son ordenados en la caridad]. La caridad (...) es el noble cemento de la sociedad cristiana: es la gran ley de atracción que perfecciona y confirma el mutuo amor que debemos a nuestros hermanos, que dona al corazón humano la solidez y la elasticidad llenándolo de fuerza, de compasión y de misericordia. [20]

 

 

«Fuertes en la verdad, fuertes en la caridad, fuertes en la unidad»

 

157.     Diremos a todos: sean firmes, sean intrépidos, sean tenaces al sostener y al defender los sacrosantos derechos de la Iglesia y de su augusto Jefe, pero siempre, como prescribe León XIII, con esa templanza de modos y de lenguaje, que no sacan, sino agregan fuerza al derecho y a la verdad y la hacen accesible a las mentes más reacias.

Si nosotros insistimos tanto sobre este punto, es porque desdichadamente estamos en tiempos en los cuales también las máximas más elementales del cristianismo son falseadas o descuidadas por muchos y, por lo tanto, no se repiten nunca lo suficiente. Por lo tanto, que nuestra fortaleza sea hecha amable por la prudencia y por la caridad y la prudencia y la caridad reciban eficacia de la fortaleza: Resistite fortes in fide!

Fuertes en la verdad, fuertes en la caridad, fuertes también en la unidad, que es complemento y efecto de la caridad. ¡Unidad! es ésta la última recomendación que nos ha hecho el Santo Padre con el lenguaje más cálido y afectuoso y es también ésta la recomendación que en Su nombre les hacemos también nosotros con todo el ardor de nuestra alma: ¡Unidad! Unidad de mente, unidad de corazón, unidad de obras. En los tiempos tan difíciles que atravesamos, nosotros no podríamos sostenernos sino permaneciendo unidos y compactos y no debe haber sacrificio de opiniones que no debamos hacer para mantener esta unidad, en la cual está únicamente el secreto de la victoria. [21]

 

 

«Un sistema de liberalismo completamente nuevo»

 

158.     ¿Qué deberá decirse de aquellos que descontentos con el carácter de súbditos, que les corresponde en la Iglesia de Dios, creen poder tener parte también en su gobierno?

Es sobre esta insana exigencia que ellos fueron fabricando un sistema de liberalismo que es completamente nuevo, tanto más peligroso, cuanto más se empeñan por revestirlo de bellas apariencias; sistema farisaico, que desafortunadamente llega a seducir tantas almas simples y a invadir algunas mentes aun sin ser perversas ni mezquinas; sistema anárquico, que termina por dividir nuestras fuerzas y sembrar la discordia entre los hijos del mismo padre, entre los miembros de la misma familia; sistema bárbaro, que no rehuye entristecer poco a poco los espíritus inmortales, que mata todo germen de caridad en el corazón de muchos (...).

Los mayores peligros para la Iglesia no son las persecuciones violentas y bárbaras, a las que está acostumbrada desde siglos, y de las que gracias a Dios sabe sacar provecho; no son las discusiones de la razón iluminada por la ciencia, porque sabe por cierto que saldrá victoriosa. La razón, la historia, las promesas divinas están de su parte. Sus mayores enemigos y los más temibles son las debilidades de algunos de los suyos, sus locas soberbias, sus objetivos ambiciosos, su actuar hipócrita; son sus comportamientos, sus acciones para nada conformes con el espíritu de los verdaderos y perfectos católicos como ellos se vanaglorian de ser.[22]

 

 

«Negligencia por las virtudes más amables del cristianismo»

 

159.     Sentimos el deber de levantar otra vez la voz contra la nueva manifestación del fatal sistema y recordar una vez más que no está para nada acorde con el espíritu francamente católico ese deshacerse, como usan ellos, en manifestaciones de fidelidad y devoción al Papa, al mismo tiempo que se atreven a faltar el respeto a los Obispos unidos a El oponiéndose al régimen en forma, por lo menos, indirecta o torciendo los actos y las intenciones con sentido siniestro; ese identificarse, por así decir, con la Santa Sede, proclamándose ellos los defensores, los únicos hijos devotos, los únicos fieles informadores; ese señalar como rebeldes a la Iglesia a personas devotísimas a ella, revestidas también de autoridad (...): ese pretender el monopolio exclusivo del catolicismo, adoptando un lenguaje de maestros infalibles, condenando y anatematizando en nombre de la Religión y del Papa a cuantos no comparten sus opiniones y muy frecuentemente sus exageraciones y extravagancias (...); ese pretender resolver con plebiscitos más o menos espontáneos, formados por personas carentes de autoridad y casi siempre incompetentes, las cuestiones más complejas, más arduas y más delicadas, que surgen a veces en el campo religioso o científico-religioso (...); ese señalar como enemigos de la Religión a personas muy respetables bajo todos los aspectos y no pocas veces formularles acusación de violada o sospechosa fe católica, por poseer diferente opinión en materia puramente política o dejada a la discusión de los eruditos por la sabia moderación de la Santa Sede (...); ese no ver nunca nada bueno, por el contrario todo malo, en lo que se piensa y obra por parte de los que son o se suponen contrarios a las propias ideas (...); ese aparentar negligencia por las virtudes más preciadas del Cristianismo y tomar casi a risa a los defensores y a los que muestran considerarlas preciosas y queridas (...). Todo ello está en abierta oposición con el espíritu que debe animar al católico sincero, y el que no lo comprende ni lo siente ha perdido el sentido de Cristo.[23]

 

 

«La unidad jerárquica es esencial»

 

160.     No solamente la unidad dogmática sino también la jerárquica pertenece a la unidad esencial de la Iglesia. Porque Cristo rogó al Padre para que los fieles sint unum, sicut Ego et Pater unum sumus [sean uno, como Yo y el Padre somos uno]. [24]

 

 

«¡Ay del que se atreve a quebrantarla!»

 

161.     En estos tiempos de anarquía no será nunca demasiado repetirlo: ¡seamos unidos! El pueblo con sus párrocos; los párrocos y el clero entre ellos en el orden jerárquico; todos, clero y pueblo, con el Obispo, que en perfecta unión con el Papa, supremo Jerarca, es el anillo que los une al Pastor invisible Jesucristo. He aquí la sagrada cadena que hay en la Iglesia de Dios. ¡Ay del que se atreve a quebrantarla! El que se separa de su anillo de inmediato, si Dios lo permite, se convierte en juego de los malvados y en instrumento de perdición para muchos.[25]

 

 

«La Iglesia, para vencer, debe mantenerse completamente ordenada»

 

162.     El espíritu de contienda siempre ha sido reprochable, pero mucho más debe decirse hoy que tenemos ante nosotros adversarios ferocísimos, que lo único que anhelan es la ruina de la Iglesia y de las almas. "En la lucha que actualmente se combate por cosas de la más elevada importancia, dice otra vez el S. Padre, todos deben orientar con la misma comprensión y el mismo espíritu sus fuerzas al objetivo común que es poner a salvo los grandes intereses sociales y religiosos".

No conducirán a ello las disputas más o menos apasionadas de ciertos espíritus inquietos, ni las discusiones más o menos sutiles sobre éste o aquél modo de organizar las fuerzas, ni la sumisión forzada y aparente, que hace permanecer en el fondo del corazón la desconfianza, la sospecha, la división, ni las competencias, las envidias, las tendencias exclusivas y egoístas; en fin, ni ese celo amargo e irreflexivo que confunde la fuerza del sagrado ministerio con la violencia ciega de los partidos, que cree prestar reverencia a Dios atacando a los hombres aún a los más íntegros y devotos a los intereses de la Iglesia y de su Jefe augusto, sí, devotos sin vana ostentación, sin simulaciones y sin pasiones humanas.

Lo que pondrá a salvo las razones de la Sede Apostólica y que en el seno de la Iglesia traerá nuevamente el orden y con el orden la paz, no nos cansaremos de repetirlo, será el cumplimiento práctico de la dependencia jerárquica, el abandono confiado y sumiso, propio de los hijos a la autoridad paterna que los gobierna, será, para hablar más claro, la sumisión plena de intelecto y voluntad a los propios Pastores, y por ellos y con ellos al Pastor de la Iglesia que nos guía a todos. Así es: la Iglesia para vencer no necesita sino mantenerse completamente ordenada. Aquí está el secreto de su fuerza, aquí la prenda de la victoria. [26]

 

 

«Aún entre las Iglesias disidentes la Iglesia Católica tiene hijos»

 

163.     Es cierto que los caminos de Dios no son los nuestros y que aún entre las Iglesias disidentes, la Iglesia Católica tiene hijos, si no de hecho, por lo menos de deseo; almas generosas que serían dignas de haber nacido en el seno de la unidad, y que quizás ya le pertenecen por medio de lazos invisibles y ocultos que sólo Dios conoce (...).

Separados del Cuerpo de la Iglesia, ellos pertenecen a su alma, y cuando la política no esté más interesada en conservar ese muro divisorio que mantiene separada a la gran familia europea, cuando los intereses de la tierra desaparezcan frente a los intereses del Cielo, cuando la gran ley de la caridad evangélica sea mejor comprendida y practicada por todos, ¡oh! entonces, no dudamos en afirmarlo con otros, el Pastor universal verá con grata sorpresa gran número de ovejas que le pertenecían allá donde quizás el ojo humano veía solamente lobos; entonces el oriente y el occidente se abrazarán como hermanos en un mismo santuario y Santa Sofía de Constantinopla oirá resonar bajo sus bóvedas el Te Deum de otro tiempo, mientras se estremecerán jubilosos los huesos inmortales de los Crisóstomos y de los Naciancenos; entonces desde todos los puntos del espacio los pueblos más lejanos y diversos se volverán hacia el centro de la unidad, hacia Roma (...); entonces, nosotros tenemos más que el presentimiento, la certeza, de todas las familias se formará una sola familia, de todos los pueblos un solo pueblo, de toda la humanidad un solo redil bajo la guía de un solo pastor. [27]

 

 

«La gran unidad hacia la que caminamos con grandes pasos»

 

164.     Ha de llegar un día en que la justicia y la paz se besarán en la frente, que el sol de la civilización cristiana brillará sobre el mundo con luz nueva, que el edificio social se levantará sobre bases, quisiera decir, inquebrantables.

Corresponde a nosotros apresurar ese día. ¿De qué forma? Ganando para la verdad, más con el ejemplo que con las palabras, a los hermanos, profesando abiertamente nuestra fe, obrando en conformidad con la misma, preocupándonos para lograr que en el ánimo de todos, como ya sucede en el de muchos, se grabe la convicción que sólo del Pontificado Romano Italia puede esperar salvación y verdadero bienestar. Hacia esta noble y santa convicción inspirada por el más puro amor a la Iglesia y a la Patria, debe orientarse la actividad común, depuesta toda competencia partidaria. Todos, con la influencia de las virtudes que nos son impuestas, debemos preparar un pueblo capaz de ser gobernado con un régimen paterno, favoreciendo así a los administradores de la obra pública su ardua tarea. Debemos sobre todo recurrir a Dios con la oración, porque, no lo olvidemos, si el Señor no custodia la ciudad, velan en vano aquellos que la custodian.(Sal. 126)

¡Oh sí! ¡recemos, queridísimos! Recemos para que retornen a la fe los equivocados, que se extienda siempre más el reino de Jesucristo, que los designios de su Vicario se cumplan. Recemos y esperemos.

Ya se está volviendo a ideas sanas y justas; muchos rehacen el camino o por lo menos reconocen la necesidad de rehacerlo. Las desilusiones y el desengaño sacuden en forma saludable a las multitudes; se palpa que la impiedad, por más que se enmascare, no es más que tiranía; que sus promesas son mendaces, que sus frutos son mortíferos. Los escritores más leídos desdicen hoy lo que ayer aseguraban con arrogancia, y en los labios de hombres investidos de poder resuenan, aunque sea tímidamente, palabras preciosas inusitadas desde hace muchos años. Todo revela una lenta, pero progresiva evolución de ideas; todo deja presagiar que la sociedad, harta del inmundo materialismo que la corrompe y degrada, esté por encaminarse hacia la suspirada renovación, todo anuncia, como decía De Maistre, no sé qué gran unidad, hacia la cual caminamos a grandes pasos.

Es sin duda la unidad anunciada en el Evangelio, la unidad religiosa por medio de la Iglesia, la unidad, que finalmente hará de toda la tierra, un solo redil bajo la guía de un solo Pastor.

Mis queridos, el hombre se agita, pero Dios lo conduce. Repito, recemos y esperemos.[28]

 

 

e) LA IGLESIA ES MAESTRA

 

«La Iglesia es una maestra infalible»

 

165.     La Iglesia Católica en su conjunto no es otra cosa que la sociedad de los Ángeles y de los fieles, que atraviesa los siglos y peregrina por la tierra para reunirse en aquella unidad universal, santa y perpetua y volver así con sus hijos a la eternidad de donde ha salido. Ella es la asamblea de los hijos de Dios, el ejército del Dios viviente, su reino, su ciudad, su trono, su tabernáculo; es aquella noble sociedad que existe desde el comienzo de los siglos y aparecida en las sombras y en las figuras con Adán, anunciada en los patriarcas, acreditada en Abraham, revelada por Moisés, profetizada por Isaías, en su último período se manifiesta hoy en Jesucristo, como una sociedad de hombres, unidos en la profesión de la misma fe y en la participación de los mismos Sacramentos, bajo el gobierno de los legítimos Pastores y principalmente del Romano Pontífice, Jefe visible, Supremo Moderador, Pastor universal, de esta feliz asamblea fundada por el Hombre Dios.

Y ya que se dignó confiarle el depósito de la revelación, o sea el cuerpo entero de las doctrinas referentes a la fe y a la moral, que El mismo había traído desde el cielo, para que las enseñara con certeza, facilidad y sin mezcla de errores a todas las generaciones, era necesario que fuese provista de la gloriosa cualidad de maestra infalible, para que transmitiera en todos los tiempos las verdades reveladas tal como las recibió de sus divinos labios (...).

No aceptar todas las definiciones del Concilio con plena y pronta sumisión de intelecto y de voluntad, sin restricciones, sin transacciones, titubeos y compromisos no sólo es negar la verdad particular que contraría sus propias ideas, sino que es negar el magisterio infalible, que nos la propone para creer, es destruir el catolicismo y herir mortalmente la misma sociedad.

En efecto, con el magisterio infalible de la Iglesia, el Catolicismo es divino, la filosofía es conducida por él a la fe; el mundo se renueva por él, el martirio se hace razonable, los Concilios son reconocidos y respetados, las herejías derribadas, la ciencia y la civilización fecundadas, la moral asegurada, la paz de la conciencia hecha cierta y tranquila, todos los frutos de la santificación derramados abundantemente sobre los pueblos, la duración de la Iglesia invencible, su unidad indisoluble. Saquen a la Iglesia Católica esta gloriosa prerrogativa y se deshace y arruina toda, como se deshizo y se arruinó la fe en esas almas desventuradas, que en estos últimos años combatieron sus santas y solemnes definiciones. [29]

 

 

«La Iglesia que enseña y la Iglesia que aprende»

 

166.     Si por mandato divino hay una autoridad que une y dirige, y esta reside en el orden sacerdotal, deben por lo tanto reconocer que en la Iglesia existe distinción de clases, de oficios y de poderes; hay un superior y un súbdito, hay un pastor y un rebaño: hay quien enseña y quien aprende, quien apacienta y quien es apacentado. Está la Iglesia que enseña y la Iglesia que aprende, las que, si bien son distintas entre ellas, forman una misma y única Iglesia.

Pertenecen a la primera los sucesores de los Apóstoles, los Obispos y especialmente el sucesor del Príncipe de los Apóstoles, el Papa. Pertenecen a la segunda todos los fieles. En cuanto a los simples Sacerdotes, si bien parecen pertenecer a la Iglesia que enseña porque administran los Sacramentos e instruyen a los fieles, en realidad pertenecen a la Iglesia que aprende porque no poseen la plenitud del Sacerdocio, porque no tienen jurisdicción alguna, porque no administran Sacramentos ni enseñan a los fieles sino en cuanto son autorizados para ello por el Obispo. [30]

 

 

«La infalibilidad del Papa no está separada de la fe de la Iglesia»

 

167.     El Papa es personalmente infalible, pero su infalibilidad no puede ser personal y separada de manera que su fe esté desligada de la fe de la Iglesia. La Iglesia es un cuerpo viviente, no un cadáver: ninguna potencia terrenal puede arrebatarle su fuerza vital, porque es divina y refleja en sí misma la vida íntima de Dios. El Papa es Cabeza, los Obispos son los miembros del cuerpo enseñante y viviente. Si la Cabeza pudiese separarse de los miembros, ustedes tendrían un cuerpo muerto y la Iglesia, a pesar de las promesas de Jesucristo, sería destruida.

El Pontífice, por lo tanto, que une y concentra en sí mismo todo el episcopado, no podrá nunca encontrarse solo y aislado cuando enseña a todos los creyentes las cosas de fe y de moral, porque el Espíritu Santo, que asiste a la Cabeza y la defiende de todo error, opera e inspira la sumisión, por lo menos en cierto número de Obispos que unidos a Pedro, forman la verdadera Iglesia (...).

El Papa es infalible, pero su infalibilidad lo obliga a cuidar de la doctrina, a efectuar consultas, a apoyarse en los Obispos y los Concilios. La infalibilidad se compone de dos partes bien distintas: la parte divina, que es la inspiración, la luz que Cristo, mediante el Espíritu Santo, irradia sobre el sucesor de Pedro; la parte humana, que encierra los elementos de la ciencia, la búsqueda necesaria acerca de la Tradición y de las Escrituras, el modo más apto para comunicar la verdad a los pueblos.

La verdad no llega por medio de nuevas revelaciones, ni por inmediatas ilustraciones, sino que al elemento divino debe unirse el elemento humano, que desentraña el depósito sagrado confiado a la Iglesia, contenido en los libros del antiguo y nuevo Testamento, en los escritos de los Padres, en los monumentos de la Religión, en la enseñanza oral, en el uso siempre vivo y constante de las Iglesias, en comunión con la Iglesia Romana, Madre y Maestra de todas. Ni piensen que pueda darse el caso de una definición sin el debido examen; no, ello no es posible. El Espíritu Santo, sobre cuya asistencia se funda la infalibilidad, no puede permitir que la negligencia del hombre lleve a error a la Iglesia, omitiendo la búsqueda necesaria para descubrir, ilustrar, promulgar con definiciones solemnes y nuevas las verdades antiguas.[31]

 

 

«¿La Iglesia promotora de la ignorancia?»

 

168.     Sabemos bien lo que se dice: ¡la Iglesia corta las alas del ingenio, y es promotora de la ignorancia!. Pero ¿qué acusación más necia y más irracional de ésta?. ¿promotora de la ignorancia la Iglesia, que nada teme tanto como la ignorancia, y que por el contrario haciendo de la ignorancia una culpa, obliga a todos al estudio más diligente y desapasionado de la verdad? ¿Cuándo la verdad fue un obstáculo para el desarrollo de la inteligencia humana?

¡promotora de la ignorancia la Iglesia! ¿Pero puede darse peor ignorancia en la historia que la que se viene a poner en evidencia con esa acusación? La historia proclama con énfasis que por el contrario fue la Iglesia quien, disipadas las tinieblas de las supersticiones más arraigadas, empujó a la humanidad por los caminos de la verdadera civilización. Fue la Iglesia quien abrió ante nosotros, por así decir, nuevos cielos y nuevas tierras; que mediante su luz vivificante, levantó nuestra envilecida razón y la fortificó tanto como para eximirla de cualquier error (...).

Hoy mismo que tanto se habla de instrucción y tantas culpables máximas se esparcen abundantemente por todo lado, ¿quién piensa en mantener firmes en los pueblos los eternos principios de verdad y de justicia? ¿Quién, si no la Iglesia Católica? y ¿no es quizás la Iglesia Católica quien envía también hoy sus misioneros a las más remotas comarcas y entre las gentes más bárbaras, para conquistarlas para la civilización al mismo tiempo que las conquista para la cruz? ¿No es la Iglesia Católica quien envía a sus sacerdotes también a los lugares más alpestres y desolados, donde con escaso pan y privaciones de toda clase pasan los días, entre las nieves durante el invierno y entre mil intemperies durante el verano, para civilizar tantas pobres criaturas, santificarlas y darles parte de los consuelos del cielo?

¡Bien puede gritar contra la Iglesia Católica quien no la conoce para vilipendiarla! Ella fue y será siempre la única verdadera Maestra, para los individuos y para las naciones ya que para esto fue constituida aquí en la tierra por su divino Fundador. Solamente ella posee la virtud de preservar la razón de las más vergonzosas caídas; ella sóla puede hacer que lo bello sea imagen esplendorosa de lo verdadero y de lo santo; ella sóla puede acercar el hombre a Aquél que es Sabiduría infinita y Luz por esencia. Este es más bien el fin de todo su obrar: por esto nos grita continuamente por boca del Apóstol: ustedes antes eran tinieblas, y ahora son luz en el Señor, vivan como hijos de la luz.[32]

 

 

«¡Ay de la Iglesia Romana si hubiese sido herida por la inmovilidad!»

 

169.     La Iglesia, como sociedad universal y perpetua, recibió la potestad de adecuar sus leyes según las necesidades de todos los tiempos y de todos los lugares. Debiendo además proceder en razón directa con las leyes providenciales que rigen la humanidad, para cuyo bien está preordenada; es necesario que siga sus movimientos, que indague sus exigencias, que satisfaga las necesidades en la órbita de su misión.

¡Ay de la Iglesia Romana si hubiese sido herida por la inmovilidad como lo fue la Iglesia cismática! ¡Más bien de este hecho se puede extraer una espléndida demostración de su divinidad! En efecto, la Iglesia cismática cambió el elemento inmóvil, o sea el dogmático, y quedó estacionaria en el elemento variable. En cambio, la Iglesia Romana, manteniéndose firme, como torre que no se desploma, en el elemento divino, supo mostrar una juventud siempre fecunda, una vitalidad siempre exuberante, plegándose y volviéndose a plegar sobre el flujo y reflujo de las generaciones humanas circumdata varietate. [33]

 

 

«Mirar hacia el Cielo, sufrir y callar»

 

170.     Es necesario, por lo tanto, tener paciencia y esperar solamente en la ayuda de Dios. Pero no crean que yo estoy desanimado; trabajo indirectamente, porque no creo beneficioso hacerlo directamente; la oposición a ese partido yo la considero como un deber del ministerio y no cesaré jamás de cumplirla con prudente firmeza, quantum Deus dederit, aun que haya perdido ya la confianza en los hombres. La experiencia del mundo, querido hermano, me ha hecho cambiar de opinión sobre muchas cosas y añoro esos días en los cuales mi alma, todo ardor, veía a la Iglesia totalmente perfecta y todo lo que le compete con color de rosas. Pero llegaron los cambios y ellos también tienen su porqué. Cada vez me separan más de las cosas de este pobre mundo y me hacen inclinar hacia ese programa que le proponía un día. [34]

 

 

171.     Es necesario, querido Monseñor, olvidar, por lo menos por algunas semanas, las tristezas de la hora presente. La Iglesia parece convertida en una verdadera Babel: quizás sea el presente uno de los más tristes períodos de su historia. Allá ven el mal, quizás lo deploran en secreto, pero en público nada, o actos que parecen alentar a los demoledores del orden jerárquico. ¿Es prudencia, por lo menos humana? ¿Es debilidad? ¿Es complicidad? ¿Es temor de los hombres que se dejan demoler? Solamente Dios lo sabe; lo que yo sé es que en ninguna sociedad ordenada se tolerarían semejantes bribonadas ni semejantes bribones. Es necesario mirar hacia el cielo, sufrir y callar. Si scis tacere et pati statim et procul dubio videbis super te auxilium Domini. Es una gran máxima llena de sabiduría práctica.[35]

 

 

172.     Creo que contiene gran sabiduría la siguiente máxima: "Quedarse en perfecta tranquilidad acerca de todo lo que ocurre por disposición divina no sólo con respecto a sí mismo sino también en lo que respecta a la Iglesia, obrando en favor de ella tras el llamado divino". [36]

 

 

f) LA IGLESIA ES SOBERANA

 

«Debemos obedecer a la Iglesia porque es Soberana»

 

173.     Nosotros debemos escuchar a la Iglesia porque es Maestra, y debemos además obedecerle porque es Soberana.

Esta soberanía no le fue conferida por los hombres, sino por el mismo Dios, rey de los siglos, invisible e inmortal, Creador y Señor del Cielo y de la tierra. Como el Padre me ha enviado, dijo Jesús a sus Apóstoles, así yo los envío a ustedes, vale decir: los envío con el mismo fin, con el mismo mandato, con la misma real autoridad sin límites y sin confines: autoridad universal. Es tan grande esta autoridad que no sólo abarca el universo creado, sino que llega hasta el trono de Dios. Efectivamente, agregó Jesucristo: todo lo que ustedes desaten en la tierra, será desatado también en el Cielo, y todo lo que hayan atado en la tierra será atado también en el Cielo, lo que equivale decir: cualquier cosa que la Iglesia juzgara conveniente prescribir ya sea en lo que respecta al dogma, ya sea en lo que respecta a la moral, cualquier ley que se estimara necesaria con respecto a la eterna salud, todo será aprobado y confirmado allá arriba, donde están escritas las mismas leyes de Dios. De esto deriva, como ven, que cada juicio, en cuanto emana de la Iglesia, debe ser recibido por los católicos como un juicio, un mandato de Dios. Por lo tanto quien se opone a estos juicios, a estos mandatos de la Iglesia, quien de alguna manera los resiste, se opone, contradice y resiste al mismo Dios: qui vos spernit, me spernit. [37]

 

 

«Obediencia pronta y cordial»

 

174.     El Apóstol San Pablo escribía a los fieles de Corinto: "Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo los exhorto a que se pongan de acuerdo: que no haya divisiones entre ustedes y vivan en perfecta armonía; antes bien, que todos tengan un mismo modo de pensar, sentir y hablar". Este es también el ruego que yo les hago a ustedes, queridos míos. ¿Pero cómo sería posible esta perfecta uniformidad, esta concordia sin la obediencia a la Iglesia?

La obediencia, y la obediencia pronta y cordial, es, diré con otros, el mejor sacrificio que se puede ofrecer a Dios, porque es el holocausto de lo mejor que poseemos: que es nuestra voluntad. La obediencia es segura, porque alguna vez se puede errar en el mando, pero quien obedece no se equivoca nunca. La obediencia siempre es meritoria: el obediente multiplica las victorias y las palmas. La obediencia es principio del orden, fuente de la tranquilidad y de la paz, y razón de la poder y de la belleza de la Iglesia. El que obedece se rodea de gloria, porque se hace compañero de los Santos, compañero de la Virgen bendita, imitador de Cristo que se hizo obediente hasta la muerte y la muerte de cruz. [38]

 

 

«Es absolutamente necesario obedecer a los legítimos Pastores»

 

175.     Para ser cristiano y salvarse, no basta ser bautizado, no basta profesar la fe de Jesucristo, no basta tampoco participar de los mismos Sacramentos, sino que es necesario también, absolutamente necesario, obedecer a los legítimos Pastores; es decir, obedecer al Papa, obedecer al Obispo, obedecer a aquellos que, por el Papa o por el Obispo, son propuestos para el gobierno de nuestras almas. Por lo tanto, quien no obedezca al Papa, al Obispo, al Sacerdote católico, podrá ser cualquier otra cosa, pero no cristiano, no católico, con seguridad. Es un soberbio, un hipócrita y nada más; está afuera de la Iglesia: Si quis non est cum Episcopo, in Ecclesia non est. Así dice el varias veces citado San Cipriano. [39]

 

 

«Dispuestos a sacrificar todo, también nuestra vida, antes que faltar a nuestro deber»

 

176.     Transcurrieron ya dos años desde que el Espíritu del Señor nos enviara entre ustedes para ser el Obispo de sus almas.

Desde aquel día, podemos decirlo, ustedes llegaron a ser todo para Nosotros y sentimos que los amamos entrañablemente como Padre. Tratamos de proveer, en la medida que nos lo permitieron las fuerzas, a las necesidades más urgentes de ustedes, también a costa de sacrificios, y siempre fue Nuestra delicia acudir, cuando se podía, a cualquier parte donde hubiese una lágrima para secar, un dolor para mitigar.

Pero el bienestar espiritual de ustedes Nos preocupaba mucho más y ciertamente no ahorramos sudores, ni oraciones, ni fatigas para animarlos al bien, para conservar inviolable en sus pechos el sagrado depósito de la fe.

Debíamos ser en esta Diócesis los defensores y los custodios del principio católico, y para conseguir el propósito, ¿qué medios no usamos? Les inculcamos sobre todo, con la voz y los escritos, la total sumisión al Vicario de Cristo, dándoles Nosotros mismos el ejemplo de la más ilimitada y filial obediencia a sus órdenes, a sus palabras, a sus enseñanzas y también a sus deseos, porque es el Vicario de Jesucristo quien tiene la palabra de la verdad, y quien lo escucha a El escucha al mismo Jesucristo.

Es éste, si bien lo recuerdan, el programa que Nosotros les presentamos, aún desde la primera vez en que tuvimos la satisfacción de dirigirles la palabra desde el púlpito de Nuestra Catedral y al que debemos atenernos (...).

Como norma de tal principio que promueve y promoverá siempre la unidad y la fuerza de la Iglesia, Nosotros nos hemos conducido hasta aquí para el gobierno de vuestras almas, y así, con la ayuda de Dios, Nos conduciremos en todo evento en el futuro, dispuestos a sacrificar todo, aún la vida, antes que faltar a Nuestro deber.

Centinelas avanzados de la Fe, con la asistencia divina, continuaremos defendiendo entre ustedes los grandes principios del catolicismo, contra todos los asaltos; no callaremos la verdad, aún cuando el no callarla nos ganara la malevolencia ajena, porque no es a los hombres a quienes debemos agradar, sino a Dios, justo retribuidor de las acciones humanas.

¿Qué es nuestra vida? La hemos sacrificado por ustedes y descansamos gustosos en la idea de consumarla entre ustedes. Sabemos que el Episcopado es un martirio y Nos lo manifiesta la cruz que llevamos sobre el pecho. [40]

 

 

«Combatir hasta el fin por la causa de la obediencia»

 

177.     Si nosotros no Nos sintiéramos tan fuertes, como para combatir hasta el fin por la causa de la obediencia, no dudaríamos un instante en rogar a Aquel que nos elevó a esta tan noble sede, para que Nos permitiera dejarla, y retirarnos a un claustro a llorar por Nuestra debilidad y Nuestros pecados.

Apelamos por eso a los sentimientos católicos de la inmensa mayoría de Nuestros hijos, y también a la lealtad de toda persona sensata, cualesquiera sean sus opiniones, y le preguntamos si es justo, decoroso, conforme a la razón el desprecio a quien no quiere traicionar su misión y quiere mantenerse sin tacha en su puesto, ante Dios y ante la Iglesia. Dios Nos haga dignos de tan grande deber. Nosotros por Nuestra parte lo cumpliremos, apelando, como en el pasado a Nuestros auxiliares, amor, paciencia, mansedumbre, indulgencia; atemperando la fuerza con la dulzura y prefiriendo, lo más posible, ésta a aquélla, porque queremos, como escribe el Apóstol, ser todo para todos, para salvar a todos.

Sí, queridísimos; la salvación de todos, he aquí adonde se dirigen Nuestros continuos esfuerzos; por lo tanto nuestras oraciones, en estos días, fueron y serán especialmente por aquellos que, no por mal ánimo ciertamente, sino por irreflexión, llegaron a cubrirnos de injurias e insultos. Podemos por otra parte asegurarles que Nosotros, con la calma y tranquilidad del que sabe que ha cumplido concienzudamente el propio deber, en el momento de mayor trepidación para los buenos, les perdonábamos las injurias, recomendándolos a Dios y bendiciéndolos de todo corazón, doloridos nada más que por las ofensas hechas a Jesucristo en Nuestra pobre persona.

Venerables Párrocos, queridos Hermanos Nuestros en el Ministerio, difundan, les rogamos, estos sentimientos Nuestros entre los fieles confiados a sus cuidados y díganles que recen por su Obispo, que tanto necesita la ayuda divina, asegúrenles que él no desea otra cosa que verlos perseverar en el bien, como dulce cambio por el gran sacrificio que hizo al hacerse garante ante Dios de su salvación. [41]

 

 

g) LA LEY DE LA IGLESIA ES EL AMOR

 

«La Iglesia proclama y vuelve a proclamar la gran ley del amor»

 

178.     Madre nuestra es la Iglesia, y madre de tanta bondad que se revela como una realidad totalmente celestial. De esta bondad suya dan testimonio sus palabras, sus obras y sus mismas leyes. Como el discípulo predilecto, en los últimos años de su vida, no repetía en los encuentros cristianos otra palabra que ésta: Hijos, ámense los unos a los otros, así la Iglesia proclama y vuelve a proclamar a sus hijos la gran ley del amor. Enseñándonos la verdad o exhortándonos a la virtud, recordándonos los mandamientos de Dios o intimándonos con sus preceptos, haciéndonos asistir al Sacrificio eucarístico o inculcándonos la frecuencia de los santos Sacramentos, invitándonos a la oración o proponiendo a nuestro culto los misterios divinos, con cada acto de su ministerio, ella nos repite sustancialmente siempre la misma palabra: amen a Dios, amen al prójimo. Amen a Dios con toda la mente, con todo el corazón, con todas sus fuerzas; amen al prójimo como a ustedes mismos, con ese amor que viene de Dios.

Y no sólo en las leyes la Iglesia manifiesta su maternal bondad, sino también en el modo en que las aplica. Sin dañar en nada la unidad fundamental de las prácticas cristianas, ella sabe tener en cuenta los tiempos, los lugares y las circunstancias: sabe variar los ritos de su culto y la austeridad de sus prescripciones según el genio, el carácter, las costumbres de los pueblos que gobierna; sabe prevenir los desórdenes, moderando su disciplina. [42]

 

 

«La Iglesia ama, he aquí toda su vida»

 

179.     Madre desconsolada, con frecuencia tiene motivos para quejarse de sus hijos, que la oprimen, que le desgarran el seno: mas como institución viva y universal en los órdenes del espacio y del tiempo, encuentra aún en sí misma los medios oportunos para proveer eficazmente a la salvación de los suyos en cualquier novedad o singularidad de los eventos humanos (...).

Un vínculo maravilloso enlaza todas sus partes, y este vínculo es la caridad. ¡Ay de quién lo quiebra! Ella ama, he aquí toda su vida. Hecha para el hombre, penetra todas sus instituciones, orienta y bendice todos sus progresos, compadece y corrige todos sus errores, prepara su arrepentimiento, dispone su enmienda, glorifica su retorno a Dios.

Sí, lamentablemente nuestro siglo está enfermo, como lo estuvieron, por otra parte, todos los siglos que lo han precedido, y vemos la historia no partidaria reducir a su justo valor tanto las alabanzas excesivas de unos como las ofensas exageradas de otros. Pero dígannos ustedes, ¿cuál es para un enfermo el primer remedio? ¿No es quizás la compasión, la bondad, los cuidados prodigados con ternura de amor? Cuando un enfermo divisa esas disposiciones en su médico, ¿no es acaso cierto que siente la curación más cerca? ¿No es cierto que se siente dulcemente atraído por ese médico y también para las heridas más profundas termina por ser eso mismo una ayuda? De aquí la gran máxima de San Gregorio Magno: resecanda vulnera, sunt prius levi manu palmanda. [43]

 

 

«Este espíritu de sabiduría y de moderación, de mansedumbre y de caridad»

 

180.     Este espíritu de sabiduría y de moderación, de mansedumbre y de caridad, fue y será siempre en el cristianismo el carácter de las almas grandes. Donde este espíritu reina, necesariamente las discordias desaparecen; allá sin duda ustedes encontrarán el orden, la concordia, la paz. ¡Ah! nosotros volvemos a recorrer juntos esos días afortunados, en los cuales la armonía de todos los fieles entre sí y la plena y perfecta sumisión al orden jerárquico, establecido divinamente aquí en la tierra, daban a la Iglesia, según la hermosa expresión de San Irineo, una flor perenne de juventud, que unida a la intacta pureza de la fe y de la moral, la mostraba a los ojos de todos como cosa divina. Y bien, el cor unum et anima una, que otorgó la victoria a nuestros padres en la fe contra las tinieblas de la idolatría y los ensañamientos de la barbarie, será también hoy el medio eficaz, si no único, para volver a orientar a la sociedad presente hacia el ideal de la sociedad cristiana.[44]

 

 

«La caridad, señora y árbitro de nuestro corazón»

 

181.     La caridad, esa ciudadana que bajó del cielo entre nosotros para acercar los corazones, temperar las aflicciones, levantar los ánimos deprimidos, hacer felices a las familias desventuradas con las alegrías más puras, el don más hermoso que Dios podía hacer a su criatura; la caridad que hace tan suave el yugo, y tan leve el peso de la ley y de la vida; que esparce alguna flor en el penoso camino de este exilio; que es el bálsamo de tantas llagas, el refrigerio de tantos corazones; la caridad que unida al máximo y primer precepto del amor a Dios, nos encamina, pobres peregrinos, hacia la consecución de aquella patria sobre cuyo umbral inmortal nos dejarán la fe y la esperanza y donde la caridad entrará sola para reinar; la caridad que es la gran ley del cristianismo; que debe resplandecer sobre nuestra frente, y ser señora y árbitro de nuestro corazón, reclama de nosotros algún sacrificio, sacrificio que no podremos negar a nuestros hermanos, sin ser culpables de una imperdonable dureza, sin desmentir con los hechos el título de cristiano del cual merecidamente nos gloriamos. [45]

 

 

 

2.  EL  PAPA

 

La Iglesia está fundada sobre la roca de Pedro, vicario del amor de Cristo crucificado, y “Santo Padre” al cual se debe la "pietas" filial, hecha de amor y reverencia filial, de sinceridad, de obediencia y de fidelidad, de coraje en la defensa de su honor y de sus derechos.

Al Papa los cristianos están unidos con la mente, el corazón y el espíritu, convencidos de que no se puede llegar a Dios sino por medio de Jesucristo; no se puede estar con Cristo si no se está con la Iglesia; no se forma parte de la Iglesia si no se está en comunión de fe y de caridad con el Papa. El que escucha al Papa escucha a Cristo: "de la unión con el Papa depende nuestra salvación eterna".

 

a) PIEDRA FUNDAMENTAL DE LA IGLESIA

 

“El árbol de la Cruz y la roca del Vaticano”

 

182.     ¿Ustedes quieren cooperar con la salvación de la sociedad? Yo les propongo dos apoyos igualmente inquebrantables, el árbol de la Cruz y la roca del Vaticano. El árbol de la Cruz que en cada siglo envió a los Apóstoles para la difusión de la gracia, a los mártires para el testimonio de la fe, que disipó con su luz las tinieblas del paganismo, que reunió a las gentes dispersas para santificarlas, del cual vino la sabiduría a los niños, la fortaleza a los débiles, el consuelo a los afligidos, el heroísmo a las vírgenes, la resignación a los pobres y a los perseguidos, la virtud para todos; que llamó al hombre a la nobleza de su origen, levantó de su envilecimiento a la mujer, rompió las cadenas de la esclavitud, proclamó para todos la libertad de hijos y abolidos los sacrificios de sangre, irradió la misma muerte con la gloria de la inmortalidad.

La roca del Vaticano, donde reside el heredero del principado de Pedro, el Vicario de Jesucristo, el maestro infalible de la Iglesia, el doctor de todos los fieles, el centro de la unidad católica, el vencedor de las profanas herejías, el fundamento de todas las Iglesias, el glorioso León XIII.

Unidos al Crucifijo, unidos con la mente, con el corazón, con las obras al Papa, valientemente, sin restricciones, sin titubeos, en la vida y en la muerte nosotros no fallaremos para alcanzar la gloriosa meta y Dios estará con nosotros. [46]

 

 

“El Papa es la piedra fundamental de la Iglesia

 

183.     ¡El Papa! Es el personaje más augusto y más venerado que haya sobre la tierra. Es el sucesor de los Apóstoles, el Obispo de los Obispos, el Maestro infalible de la fe y de las costumbres, el Juez inapelable de todas las controversias, el centro de la unidad católica, el pastor supremo de las almas, la piedra fundamental de la Iglesia, el depositario de las supremas llaves, el lugarteniente de Dios; es, para decir con pocas palabras, Jesucristo sobre la tierra que continúa enseñando y gobernando a todos los creyentes.

¿El Papa enseña una verdad? Es Jesucristo quien la enseña. ¿El Papa manda? Es Jesucristo quien manda. ¿El Papa condena? Es Jesucristo quien condena. ¿El Papa absuelve? Es Jesucristo quien absuelve. [47]

 

 

“¿Quién es el Papa?”

 

184.     Los sentidos no ven en él más que un hombre semejante a los otros hombres, pero la fe nos dice: él es el sucesor de Pedro, antes bien, es Pedro mismo, siempre vivo en la persona de sus sucesores, con toda esa plenitud de jurisdicción y de autoridad que, como jefe de la Iglesia, tuvo Pedro: Perseverat Petrus et vivit in successoribus suis [Pedro continúa y vive en sus sucesores] (...).

Es voz poderosa que repite a las generaciones humanas los oráculos del Verbo hecho carne; es la roca inexpugnable de la fe, el fundamento visible de la mística Jerusalén, la piedra inquebrantable del edificio divino, la boca de la Iglesia, el pastor del redil católico, el conductor supremo de la milicia cristiana, el monarca del reino celestial, el que tiene las llaves de la casa de Dios, el vigilante centinela de Israel, el piloto de esa nave que no conoce naufragios (...).

No hay Iglesia de Jesucristo sin el Papa, por el contrario, allí dónde esté el Papa, está la Iglesia, como afirma San Agustín: Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ya que la Iglesia y el Papa, al decir de San Francisco de Sales, forman una sola y misma cosa (...).

¿Quién es el Papa? Es la piedrita infalible del mosaico, la piedra de comparación para distinguir, en todo tiempo, al católico del herético y del cismático, es el centro de la unidad cristiana en el cual es necesario que converjan los fieles diseminados sobre toda la faz de la tierra. Quiten la unión con este centro y tendrán la confusión, el desbarajuste, el desorden (...).

¿Quién es el Papa? Es el principio original de todo poder sacerdotal y episcopal, en el gobierno de las almas; es la causa instrumental creadora, conservadora y propagadora de la Iglesia Católica, es el corazón, diríamos así, del mundo cristiano, el sol que en todas sus partes difunde torrentes de luz y de vida (...).

¿Quién es el Papa? El es sobre todo un padre, y tal padre que, después de Dios, nadie es más padre que él: Nemo tam pater. Es éste el más hermoso título de su grandeza, su más noble gloria. Jesucristo hizo la solemne transmisión de su autoridad, poco antes de subir al cielo, a todos los apóstoles juntos, pero la parte afectiva, paterna quiso comunicarla principalmente a uno solo; y este es Pedro. Dijo a todos: Con la misma autoridad con la que el Padre me envió a mí, yo los envío a ustedes; pero sólo a Pedro dijo: Si me amas, apacienta a mis corderos, apacienta a mis ovejas. En Pedro unificó el amor de su autoridad paterna, con el fin que desde él, como desde fuente fecunda, se derivara a todos los demás (...).

Nosotros llamamos al Papa con el dulce nombre de Padre, Santo Padre, Beatísimo Padre, justamente porque es viva imagen de El que es santidad por esencia y desde quien proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra. [48]

 

 

“Pedro es constituido por Cristo vicario de su amor”

 

185.     Orgullosos del nombre de católicos, repetimos las hermosas palabras de San Ambrosio: "En la Fe y en el nombre de Pedro está consagrada la Iglesia" de la cual por institución divina es el Jefe visible (...) revestido inmediata y directamente de la dignidad real y de las gracias y prerrogativas inherentes a ella. Un mártir de la Iglesia naciente, a quien le rogaba que le indicara el camino seguro para alcanzar a Cristo, respondió con una sola palabra: Pedro. Pedro, quería decir, Pedro solamente puede decirles las palabras de verdad, de vida, de salvación: únanse a Pedro con inapelable firmeza, si les importa evitar el naufragio (...).

Pedro es constituido, por el Salvador, vicario de su amor hacia nosotros.

El estandarte que él enarbola es el estandarte de Dios; allá encontraremos las bendiciones del Cielo y los dones inefables de las llaves santas, allá encontraremos el vínculo de la caridad que nos une a Cristo, a Dios. [49]

 

 

“Por el Pontífice se pertenece a la Iglesia, por la Iglesia al Hijo de María, y por el Hijo de María al Dios verdadero”

 

186.     El Pontífice Romano es el jefe y el fundamento visible, sobre el cual Jesús levantó el inmortal edificio de su Iglesia, que ya llena los siglos. En el Cenáculo, figura de esta Iglesia, estaba Pedro, el Príncipe de los Apóstoles y Vicario de Cristo; estaba María, la reina de los apóstoles, la Madre de Jesús, lo que quiere decir: Por el Pontífice se pertenece a la Iglesia, por la Iglesia al Hijo de María, y por el Hijo de María al Dios vivo y verdadero que se comunica a nosotros por medio del Espíritu Santo, y que nos espera en el cielo para ser nuestro último fin, como fue también el primer principio. Indudablemente Dios, Jesucristo, María Virgen, la Iglesia Católica, el Pontífice romano son todos eslabones de una misteriosa cadena que une el tiempo con la eternidad. ¡Ay, tres veces ay del que rompe uno sólo de estos eslabones! [50]

 

 

b) PADRE PARA AMAR

 

“Amarlo a Usted hasta la muerte”

 

187.     Obedecerlo y amarlo a Usted hasta la muerte, será esta nuestra ambición, el más dulce consuelo de nuestra vida, y nos esforzaremos para ganar el mayor número de almas posibles a la obediencia y al amor de Usted.[51]

 

 

188.     Llamamos como testigos al cielo y la tierra de que nos esforzaremos con todo el corazón y toda el alma para conservar y venerar Tus palabras como palabras del Señor, Tus juicios como juicios de Dios, Tus definiciones como juicios de Jesucristo. [52]

 

 

189.     En cuanto a nosotros, Beatísimo Padre, es un premio, una gloria, cada vez que podemos secundar también el más pequeño de sus deseos. En nuestra mezquindad podemos poco, pero ese poco es todo para Usted, que es nuestro tierno Padre, nuestro Maestro infalible, nuestra ley viviente. [53]

 

 

190.     Será siempre nuestra gloria pensar en todo y siempre como El, juzgar como El, sentir como El, sufrir con El, combatir con El y para El; (...) nos llamaremos afortunados de poder dar la sangre y la vida por Su causa que es la causa de Dios. [54]

 

 

191.     Yo, con este clero mío y con este pueblo mío, me estrecho a tu cátedra porque estoy seguro que estrechándome a ella y con ella me uno a Jesucristo. [55]

 

 

192.     Por lo tanto al Papa los ojos de la mente, al Papa los afectos del corazón. Solamente en él, por él y con él, podemos ser todos uno solo, y proceder como ejército ordenado para la batalla, seguros de la victoria (...). No sea el nuestro, oh queridos, un homenaje de admiración estéril. Amemos, ¡oh! amemos al Papa, venerémoslo, busquemos nuevas formas para atestiguarle nuestra devoción. [56]

 

 

“Infundir una sólida devoción a la Sede Apostólica

 

193.     Deseando ardientemente promover en mi Clero y en todo el pueblo que me fuera confiado una más profunda y loable, mejor dicho, necesaria devoción, especialmente en estos tiempos, a la Santa Sede Romana, centro de la unión y fuente purísima de la verdad, y hacia Usted, Doctor y Maestro infalible de fe y costumbres de toda la Iglesia, he pensado presentar a los pies de Su Santidad el ferviente y humilde ruego de dignarse conceder a toda la diócesis la celebración en rito doble mayor del oficio y de la Misa de Conmemoración de todos los Santos Pontífices, todos los años, en el primer domingo libre después de la octava de los SS. Apóstoles Pedro y Pablo, según el indulto ya benignamente concedido al clero del Alma Ciudad.

Beatísimo Padre, el humilde orador que suscribe implora tanto más ardientemente esta gracia, por cuanto pretende mandar a todos los párrocos que pronuncien al pueblo, ese domingo, una homilía sobre las excelsas prerrogativas del Romano Pontífice, según las últimas definiciones emanadas del Concilio Ecuménico Vaticano, en la confianza, o mejor dicho en la certeza que los Pontífices Santos, invocados con devoción y venerados ese día por los fieles, obtengan de Dios para el Clero y el Pueblo de Piacenza una verdadera y firme adhesión, reverencia y amor hacia Su Santa Sede Apostólica, que es para nosotros y para todos la verdadera y única ancla de esperanza y de salvación. [57]

 

 

“El amor al Vicario de Jesucristo”

 

194.     ¡Beatísimo Padre! Que el divino Príncipe de los pastores se digne volcar con abundancia sus dones más selectos sobre Usted. Que El, entre tales y tantas vicisitudes de hombres y de cosas, entre tantas y tan graves angustias, que desde todas partes lo apremian, lo consuele, lo sostenga, lo conserve todavía por muchos años fuerte y sano para su mayor gloria, para decoro e incremento de la Religión, tutela y presidencia de la Iglesia, para alivio de los buenos, para vergüenza de los malvados. Lo regocije con el triunfo alcanzado de Su causa, que podrá tardar, pero no fallar. A los dolores de la Pasión sucederán los gozos de la Resurrección.

Le presento, Beatísimo Padre, con mis votos, los votos y las felicitaciones de los Misioneros que prestan asistencia a nuestros emigrados en las Américas, y también los votos y las felicitaciones de los mismos emigrados. Por mi intermedio esos pobrecitos depositan ahora a Sus pies su óbolo como señal de gratitud por todo lo que hizo hasta aquí por su bien y al mismo tiempo imploran para sí y sus familias la Bendición Apostólica.

Los Misioneros que tienen como regla despertar y mantener viva en las colonias de nuestros pobres expatriados el amor por el Vicario de Jesucristo, ellos también le imploran Santo Padre, una Bendición especial que sirva para infundirles nuevo vigor, nuevo coraje en medio de sus esfuerzos verdaderamente apostólicos. [58]

 

 

“Los católicos no van como peregrinos a Roma por motivos fútiles”

 

195.     Una de las obras, que sirven hoy para hacer pública y solemne la manifestación de nuestra fe, es la devota práctica de las peregrinaciones, especialmente a Roma, el venerado santuario de nuestra fe, el centro de la unidad católica, el lugar santo donde reside Aquél que en la tierra hace las veces de Dios (...).

Ellos van allá, para cumplir un acto de religión, para visitar los grandiosos monumentos de su fe, para sacar nuevas fuerzas y nuevo coraje para combatir las batallas del Señor (...). Van para respirar entre aquellos muros el aura purísima de la vida cristiana, casi a gozar de los derechos de una casa común, y a concentrarse, si bien lejanos, junto a la tumba de los padres como en una sola gran familia. Van para dar a conocer al universo la vida que siempre anima a la Iglesia y para desmentir a aquellos que no cesan de gritar tontamente que el Catolicismo ya hizo su época y que el Papado ya ha muerto. Van finalmente para atestiguar, frente a Dios y frente a los hombres, de la manera más explícita y solemne, la devoción y el afecto que los unen al Sucesor de Pedro, al Príncipe de los Pastores, al Maestro infalible del dogma y de la moral: para escuchar de sus augustos labios una palabra de consuelo y de aliento y para recibir de El la bendición. [59]

 

 

“Su odio sea la medida de nuestro amor por el Padre común”

 

196.     No nos asusten los insultos y los clamores de los enemigos del bien. Siguiendo el ejemplo del divino Salvador, que desde lo alto de la cruz pedía perdón para sus verdugos, roguemos por aquellos que se convirtieron en verdugos de la Iglesia que es su madre y madre nuestra. Y nosotros, generosos e invictos démosle el ejemplo contrario. Su odio sea la medida de nuestro amor por el Padre común; sus ultrajes sean la medida de nuestro respeto; el desprecio que ellos tienen por su palabra, sea la medida de nuestra confianza. A todas sus blasfemias, a todas sus negaciones, respondamos con una afirmación más enérgica, más viva que nunca.

Sí, ya es tiempo de que nos hagamos entender. Debemos, es bueno repetirlo, erguir altas las frentes, desplegar la bandera de las obras santas, hablar francamente, y asegurar a todo el mundo que estamos con el Papa, sus fieles súbditos, sus hijos obedientes, sus tiernísimos amigos, sus servidores fieles hasta la muerte; que estamos inviolablemente de parte del Papa, que creemos en las enseñanzas del Papa, que nos sometemos a todos los preceptos del Papa, y que queremos vivir y morir en la comunión de fe, de obediencia y de amor por el Papa.

Pues profesar que estamos con el Papa es profesar que estamos con la Iglesia, de la cual El es el Jefe y Pastor supremo; que estamos con Cristo, del cual hace las veces en la tierra; que estamos con Dios, porque Cristo es Dios, y un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo. [60]

 

 

c) PADRE PARA OBEDECER

 

“Solemnes promesas de fidelidad y obediencia”

 

197.     El 30 de enero del corriente se cumplirán 25 años desde que el Excmo. Card. Franchi, de siempre querida y feliz memoria, me consagró Obispo de Piacenza (...).

Las solemnes promesas de fidelidad y obediencia ilimitada a la Santa Sede Apostólica, hechas entonces, yo las renuevo ahora con ánimo todavía más ferviente y decidido a los pies de Su Santidad, como ante Jesucristo, del que Usted es sobre la tierra el digno representante.

Y a los pies de Su Santidad me es grato abrir mi ánimo, especialmente en esta ocasión. Si yo miro las obras cumplidas entre no pocas dificultades, tengo grandes motivos para alegrarme en el Señor; pero si desciendo con el pensamiento en lo secreto de mi espíritu, no encuentro más que materia de amargura por tanto bien que no hice o que no hice bien. Una sola cosa puedo asegurarle, Beatísimo Padre, y es que en todas las cosas yo no he tenido nunca otra mira que la gloria de Dios y la salvación de las almas que me fueron confiadas. Ahora bien, ese poco de vida que el buen Dios querrá concederme todavía, yo quiero consagrarlo también por entero a favor de su Iglesia, a la defensa de Vuestros sacrosantos derechos, a unir siempre más a Vuestra augusta Persona mi amado rebaño. Estos son mis propósitos y mis resoluciones en el momento de comenzar los santos Ejercicios. Usted, Santo Padre, dígnese confirmarlas con su Bendición, con una de esas Bendiciones que reaniman, reconfortan y hacen el alma superior a sí misma. [61]

 

 

“Hable, Santo Padre, y será nuestro orgullo obedecerle”

 

198.     Viva nuestro Beatísimo Papa Pío X.

Pero en El, hermanos e hijos muy queridos, más que las dotes personales, nosotros debemos considerar la autoridad de la cual está revestido, autoridad suprema universal, divina (...). Por lo tanto todos, obispo, clero y pueblo, unidos entre nosotros por los vínculos de la caridad y formados como un solo cuerpo, unámonos con efusión filial a los pies del novel Jerarca; circundémoslo de nuestra más profunda y afectuosa veneración, digámosle: Hable, Santo Padre, y será nuestro orgullo obedecerle; guíenos y nosotros dócilmente le seguiremos; instrúyanos, y sus enseñanzas serán la norma constante, invariable de nuestra conducta, ya que sabemos bien que Usted sólo tiene palabras de vida eterna, que está en contra de Jesucristo quién no está con Usted, y que de la unión con Usted depende nuestra eterna salvación. [62]

 

 

“Cuidémonos de empequeñecer la grandeza de la causa católica a las proporciones mezquinas de nuestros juicios privados”

 

199.     Cuidémonos especialmente de empequeñecer la grandeza de la causa católica a las proporciones mezquinas de nuestros juicios privados. De todo lo que puede ser entre nosotros objeto de discusión, pensemos como el Papa piensa, juzguemos como El juzga, trabajando cada uno por la causa del bien, con aquellos medios y en aquella medida que El en su sabiduría prescribe, y operando siempre con esa rectitud de intención, con esa perfecta unión de mente y de corazón que sólo pueden llamar la bendición de Dios sobre nuestros esfuerzos y hacerlas provechosas para el santísimo fin que nos viene indicado por el Jerarca Supremo. [63]

 

 

“Siempre unidos con la mente, con el espíritu, con el corazón al Romano Pontífice”

 

200.     Tú el Padre y nosotros los hijos, Tú el Maestro y nosotros los discípulos; Tú el Jefe y nosotros los seguidores; Tú el Pastor y nosotros las ovejitas; Tú el árbol y nosotros las ramas.

¡Ay de la rama que se separa del tronco vital! Es como la hoja que en el otoño cae del árbol y luego se seca (...). Manténganse siempre unidos al Romano Pontífice; unidos con la mente, con el espíritu, con el corazón; ya que no se puede ir hacia Dios sino por medio de Jesucristo, no se puede estar unidos con Jesucristo sino por medio de su Iglesia; pero no se puede pertenecer a la Iglesia sino viviendo en comunión de fe y de caridad con el Romano Pontífice; y cada católico debe afirmar, con las palabras y con las obras, en privado y en público, siempre y en todo lugar, la necesidad de una plena y absoluta obediencia a lo que El enseña o manda. Hay que ser católicos con profesión abierta y franca del catolicismo, sin reparos humanos, sin reticencias, enteramente. [64]

 

 

“El que escucha a su Vicario, escucha a Cristo”

 

201.     Confiamos plenamente en la obediencia de todos ustedes, Venerables Hermanos: efectivamente no hace poco tiempo que conocemos la piedad iluminada y la obediencia sincera de todos ustedes hacia los superiores. Si no nos diera seguridad la constante moderación de ustedes, temeríamos una sola cosa: que aquellos que no aprobaron nunca la doctrina condenada ostentaran con jactancia su triunfo, y aquellos en cambio que de alguna manera la han defendido, pensaran que han sido afectados injustamente. No hay razón para que los primeros se gloríen injusta y temerariamente por un triunfo: cantarían un triunfo del todo ficticio, porque en esta manifestación de la verdad no ha sido un agudo razonamiento del hombre que ha vencido, sino la verdad, más bien el mismo Cristo; y ciertamente es sólo Cristo quien triunfa en la obediencia de todos.

Por otra parte no entendemos cómo puedan sentirse de algún modo tildados de ignominia los otros: además del hecho que algo similar ya le ha sucedido a hombres también de primer orden, que no han sido señalados por esto por alguna nota de reprobación, estos Sacerdotes nuestros, que de algún modo adherían a las doctrinas de Antonio Rosmini, estaban ya dispuestos a abandonarlas de inmediato tras una señal de la Iglesia, y ya antes habrían confirmado concretamente su disposición de ánimo, si la Iglesia hubiese hablado antes (...).

Estando así las cosas, no hay motivos para que algunos, movidos por una vanidad fuera de lugar, desprecien, o peor, escarnezcan a los demás; mientras para aquellos que profesaron primero la doctrina ahora reprobada no existe ninguna razón para que se sientan ofendidos, debido a que, renunciando al mensaje de la doctrina proscripta, aceptan con docilidad el juicio de la Sede Apostólica.

Por lo tanto, depuesta toda animosidad, todos juntos gocen porque finalmente la verdad se ha esclarecido: gocen aquellos que jamás profesaron esa doctrina, porque ven la sólida confirmación de su opinión; los que habían adherido gocen todavía más, porque se ven liberados totalmente de todo peligro de error en el cual habían comenzado a incurrir.

No existe, por lo tanto, ninguna razón por la cual un verdadero hijo de la Iglesia se aleje del deber de una perfecta sumisión. Reciban todos con reverencia el decreto, sometiendo su inteligencia en obediencia a Cristo, sabiendo bien que el que escucha a su Vicario, escucha a Cristo. Cada uno haga propio el propósito del celebérrimo Mons. Fenélon, que en una circunstancia similar decía: "Preferiría morir antes que sostener o defender directa o indirectamente una doctrina reprobada o proscripta por la Santa Sede Apostólica: a mí sólo me queda someterme interna y externamente: ésta es mi dignidad, mi fama, mi gloria y mi orgullo para siempre".

Aquí no hay que hacer ninguna distinción, no hay nada que defender fuera de la perfecta obediencia y de la humilde sumisión del corazón y de la palabra a la Santa Iglesia, así la posteridad recordando esta larga controversia, deba reconocer, para alabanza de nuestro pueblo que tanto los sacerdotes como los laicos en esta circunstancia buscaron una sola gloria, un único honor, es decir, el de sentir y juzgar, reprobar y proscribir lo que la Sede Apostólica ha sentido y juzgado, ha reprobado y proscrito. [65]

 

 

 

 

3.  EL  OBISPO

 

En el gran sacramento de la Iglesia, sacramento viviente es el obispo, signo de la unión con Cristo y con el Papa. El Papa es el fundamento, los obispos son las columnas de la Iglesia. El obispo es "pontífice", el representante de Dios misericordioso y justo. Su único interés es el mismo de Cristo: la salvación de los hombres.

Esposo de la Iglesia, es el anillo inquebrantable de la jerarquía eclesial, nexo imprescindible entre el Papa y los fieles de la diócesis, dotado de autoridad conferida por Dios en cuanto ha recibido del Espíritu la plenitud del Orden Sagrado, que es plenitud de amor.

En la dedicación total a los hombres es padre y servidor de todos: servidor de la verdad, padre de la unidad. No conoce partidos, no tolera laceraciones del vestido inconsútil de Cristo; mas el arma de su combate es la caridad, presupuesto de la unión cimentada por la obediencia.

Centinela colocado para presidir a una Iglesia particular, considera un delito el silencio. Llamado a participar de la solicitud de todas las Iglesias, tiene el derecho y el deber de hablar y de iluminar también a los superiores sobre la realidad eclesial local y reivindica la autonomía de quien ha sido colocado por el Espíritu a regir a la Iglesia en comunión con el Romano Pontífice.

 

a) SÉ QUE SOY OBISPO

 

“Con temor y temblor confiado en la gracia de Dios”

 

202.     Ante el impensado anuncio de mi asunción y considerando que es un peso formidable para los hombros de los mismos ángeles, consciente de lo que todavía me falta, compadézcanme; me deshice en lágrimas y oraciones al Dios de las misericordias para que me quisiese eximir de los santísimos oficios del Episcopado, que no son ni leves ni pocos, a mí que no estoy a la altura de tanto compromiso, a mí, todavía no maduro en años, pobre en virtudes y bien consciente de todas mis limitaciones. Pero después que en la autoridad del Beatísimo Vicario de Jesucristo reconocí que esa era la manifestación más clara de la voluntad de Dios, confiando en Su gracia que da las fuerzas a los que confiere las dignidades (San León Magno, Serm. I), con temor y temblor, sí, pero resignado, me sometí al ministerio que se me impuso, sin querer investigar las razones de la divina Bondad y confiado en la firmísima esperanza en que Aquél, que opera en mí la voluntad y la acción, no dejará de afianzarme, dirigirme y socorrerme constantemente con su beneplácito. [66]

 

 

“Jesucristo vive en el Obispo como en un sacramento vivo”

 

203.     Si bien no lo merezco, yo soy Obispo de ustedes. ¿Quién me ha dado la autoridad sobre ustedes, si no justamente Jesucristo por intermedio de Aquél que aquí en la tierra hace sus veces? Cristo Jesús vive en el Obispo, casi diría, como, un sacramento vivo, y la vida del Obispo obtiene todo su vigor de esta unión íntima con El, Príncipe de los Pastores y con su Representante visible, el Papa. Es sólo por esta unión, que él, el Obispo, posee en los confines de su Diócesis, autoridad de magisterio, de mando, de perdón, de castigo, que él es predicador del Evangelio, ministro de todos los Sacramentos, consagrador de los mismos ministros de Dios, Juez, Maestro, Pontífice, Legislador.

Por lo tanto, si la autoridad de la Iglesia es humana en los organismos por medio de los cuales actúa, no tiene nada de humano en la fuente de la cual desciende. Son hombres los que les dicen lo que deben creer, pero ellos no enseñan su doctrina. Ellos no son otra cosa que el eco de las enseñanzas del Verbo de Dios. Lo que proponen a la fe de ustedes es lo mismo que ellos deben creer como ustedes. Mandando, obedecen; no ejercen, ¡no!, un dominio, sino que les hacen partícipes de la alegría de su certeza. [67]

 

 

“El Obispo de nuestras almas por medio de los Obispos continúa su ministerio”

 

204.     Jesucristo, el gran Pastor de las ovejitas, como lo llama San Pablo: Pastorem magnum ovium (Heb. 13, 20); el Obispo de nuestras almas, como San Pedro lo denomina: Episcopum animarum nostrarum (1 Ped. 2, 25), constituido por Dios Padre con juramento irrevocable, Sacerdote eterno (Sal. 109, 4), ejerció en forma visible el ministerio pastoral cuando, revestido con nuestra humanidad, visitó a las gentes, iluminando aquellas que residían en las sombras de la muerte, mostrándoles los senderos de la justicia y regando con sus sudores todo su místico campo; campo de gracias y perenne fecundidad, preparado desde los siglos eternos, como es la Iglesia Católica (...). Por intermedio de los Obispos, Sucesores justamente de los Apóstoles, Jesucristo continúa ejerciendo, también hoy, su sublime ministerio, siendo el Episcopado, que se unifica en Pedro, la continuación en la tierra de la misión y de la vida del Salvador, con justo derecho, por consiguiente, invocado en las Constituciones Apostólicas (Lib. II, c. 26) una terrena Divinidad; la repetición en el tiempo y en el espacio, diría San Agustín, del sacerdocio supremo de Cristo. [68]

 

 

“El Papa es el fundamento, los Obispos las columnas”

 

205.     ¿Quién es el Obispo? Los sentidos sólo ven en él a un hombre similar a los otros hombres, pero la fe nos dice: él es un Ángel destinado por Dios para guiarnos en los caminos del bien, es el Sumo Sacerdote que representa ante Dios al pueblo cristiano. Aquél que es Pontífice por la eternidad lo ungió con su crisma, lo enriqueció con su séptuplo Espíritu y colocándole entre las manos el Evangelio le dijo: Ve, ve y enseña a los hombres mi celestial doctrina; ve y santifícalos con los Sacramentos; ve y gobiérnalos con el poder que yo te comunico: Posuit Episcopus regere Eclesiam Dei [Ha puesto al Obispo para regir a la Iglesia de Dios].

Por sucesión no interrumpida, el Obispo se une a los primeros elegidos de Cristo, a aquellos Apóstoles a los cuales el Salvador dijo: "Como mi Padre me ha enviado, yo los envío a Ustedes. El que los escucha a Ustedes, a mí me escucha, el que los desprecia a ustedes, a mí me desprecia, el que me desprecia, desprecia a Aquél que me ha enviado". El Obispo, por lo tanto, es sobre la tierra el continuador de la obra redentora de Jesucristo, es el sucesor de los Apóstoles, es el depositario, es el propagador, el juez, el defensor, el custodio nacido de la fe en íntima unión con el Obispo de los Obispos, el Papa.

La Iglesia, es verdad, es el templo vivo y único de Dios, del cual el Papa es el fundamento, pero los Obispos son las columnas. La Iglesia es un cuerpo, del cual el Papa es la Cabeza visible, pero los miembros más nobles son los Obispos. La Iglesia es una nave de la cual el Papa es el piloto, pero los Obispos son los timoneles. La Iglesia es como un reino, del cual el Papa es el conductor supremo pero los Obispos son los capitanes. [69]

 

 

“La misión del Obispo”

 

206.     ¿Cuál es la misión del Obispo? No hay más que una sola, pero ella es admirable y responde a todas, y es la de preparar en las almas los caminos del Señor (...).

El hombre aquí en la tierra anhela a Dios, necesita de Dios, tiene sed de Dios. El alimenta en su corazón pensamientos, deseos, afectos que tienen mucho del infinito y tienden al infinito. De aquí el gemido inefable de la humanidad y aquel vacío inmenso que ninguna fuerza creada puede llenar.

Ahora bien, el Obispo es como el paso, el puente lanzado por la mano de Dios hecho hombre sobre este abismo, justamente para unir a la criatura con el creador, a la tierra con el cielo, a los hombres con Dios. He aquí su misión, y he aquí porqué en los libros santos y en la sagrada liturgia tantas veces el Obispo es llamado Pontífice: Pontifex, idest pontem faciens (San Bernardo).

En el reino espiritual él es el centinela de Dios, y por esto lo ven colocado sobre una cátedra desde donde extiende su mirada vigilante. El está encargado de responder a la pregunta misteriosa que desde las alturas de la eternidad le llega al oído cada mañana: ¿Centinela, qué has descubierto tú en las tinieblas de la noche? ¿Custos, quid de nocte? Y tinieblas en la noche, explica San Agustín, son los errores, son los prejuicios, son todos aquellos obstáculos que impiden a Dios entrar en las almas. [70]

 

 

“Esposo de la Iglesia

 

207.     Esposo de la Iglesia, a la cual se ha unido en su consagración y de la cual lleva en el dedo el místico anillo, él ha puesto en ella todo su corazón. Sí, para el Obispo, su Diócesis es todo lo que hay de más querido en el mundo, padre, madre, hijos.

El cetro que estrecha en sus manos consagradas no es sólo la vara de la justicia, sino que es también el cayado del Pastor, en el cual se apoya para ir en busca de su ovejita perdida. El tiene pensamientos, corazón y alma de padre. Paternidad mil veces más sublime, más tierna, más íntima que aquella que procede de la naturaleza, porque es más parecida a la paternidad divina. Por eso el Obispo siente profundamente en su corazón todas las alegrías, como también todos los dolores de sus hijos en Jesucristo, y puede de verdad repetir con el Apóstol: ¿Quién entre ustedes sufre sin que yo sufra? (...).

Por eso los pobres, las viudas, los huérfanos, los miserables de todas clases son sus predilectos y trata de socorrerlos en la medida de sus fuerzas. [71]

 

 

“Nada es más difícil que el oficio de Obispo”

 

208.     Nada más difícil en este mundo, escribe San Agustín, nada más gravoso, nada más peligroso que el oficio de Obispo. Nihil in hac vita difficilius, laboriosius, periculosius Episcopi officio.

Y en verdad, dirigir la milicia sacerdotal y moverla en ordenada falange para la conquista de las almas; elegir el terreno adecuado para esta lucha pacífica de la verdad contra el error y contra las pasiones humanas; asignar a cada soldado de Cristo el lugar que conviene según sus aptitudes, repartir los cargos en razón del mérito, moderar la impaciencia de unos, incitar el ardor de los otros, estimular a los tibios, animar a los fuertes, comunicar a todos el fuego sagrado del apostolado; y saber, por otra parte, unir con la severidad la compasión, el rigor de la justicia con la ternura paternal; cuidar el rebaño de los lobos, especialmente de los lobos que merodean el redil como si fueran corderos; dilatar su corazón para abrazar a todo un pueblo, estudiar noche y día las necesidades de las almas, velar con esmero por sus intereses espirituales, multiplicar los remedios según las enfermedades; apacentarlos con la palabra y con el ejemplo, entregarse a ellos enteramente, en cada instante y sin reserva, sin esperar recompensas de los hombres; defender valientemente el honor de esa cruz que le adorna el pecho, preparado para regarla con su propia sangre, antes que abandonarla jamás; finalmente no ser el centro de la santa doctrina y del poder sagrado más que para llegar a ser el hogar desde donde irradia la luz, el calor y la vida: he aquí la misión del Obispo. [72]

 

 

“Un Obispo no es dueño de su honor”

 

209.     Esto robustus et confortare in Domino [Sea fuerte y confíe en el Señor]. Defienda su honor, si no puede defender el de los suyos. No sea propenso a formular promesas allá y tampoco a dejarse imponer condiciones. Piense que no defenderse, por lo menos ante al Papa, más que ser edificante puede ocasionar escándalo, y se aprovecharía luego la ocasión para decir que Usted mismo se reconoce culpable. Comprendo el respeto, la obediencia, la piedad, el heroísmo, comprendo todo; pero un Obispo no es dueño de su propio honor, como puede serlo un particular.

Confío en que las cosas se pondrán bien para Usted, pero vuelvo a repetirle: defiéndase, con reverencia sí, pero con toda la energía de la cual es capaz; defiéndase, defiéndase. [73]

 

 

“Sé que soy Obispo”

 

210.     ¿Qué hacer por lo tanto? ¿Nos debemos dejar derrumbar? Poco importaría para nuestras personas, al menos para la mía tan insignificante; pero ¿y las almas? ¿Y la Iglesia? ¿Y los intereses de Jesucristo? ¡Dios mío! ¡a qué punto hemos llegado! Yo creo que debemos defendernos de estas maniobras mostrando en todos nuestros actos moderación episcopal, guardando indulgencia en el corazón pero firmeza en las palabras; debemos defendernos también públicamente, pero, en cuanto sea posible, sin acusar a nadie (...).

¡Pobre arzobispo! ¡Qué humillaciones! ¡Que Dios lo asista y lo consuele! Estoy meditando una larga carta al Papa, un memorial en el cual quiero reivindicar audazmente la libertad del episcopado y decirle que ya que se permite que las acusaciones sean divulgadas, no deberá sorprenderse si, para una defensa justa, ve publicadas mis cartas dirigidas a él. Porque no quiero saber más nada de fantoches o de conniventes a los cuales me deba dirigir (...).

Y sé que soy Obispo y lo seré sin reparos de ninguna especie. Me doy cuenta que será como escribir en el agua, pero no importa; preparo documentos para la historia eclesiástica de estos tiempos miserables. [74]

 

 

“Los intereses de Jesucristo y de la Iglesia

 

211.     Si el Episcopado no comprende el grave peligro que amenaza a la Iglesia, o quien lo comprende no tiene el coraje de enfrentar al enemigo, todo está perdido. Le mando dos números del conocido diario; tenga la paciencia de leer los lugares señalados con rojo y luego me dirá si Usted no está señalado y juzgado en forma injuriosa. ¡Dios mío qué horrores! siento tal furor, que es necesario que permanezca mucho tiempo a los pies del Crucifijo. ¿Y Usted qué hará? Un paso valiente, enérgico contra esos verdaderos demonios, le podría ocasionar algún pequeño inconveniente, pero lo beneficiaría a Usted y a todos; ciertamente a los intereses de Jesucristo y de la Iglesia. [75]

 

 

“Conozco muy bien mi posición frente al gobierno”

 

212.     Quisiera que Su Eminencia se persuadiera bien que yo estoy altamente interiorizado del delicado encargo que se me confiara y que conozco muy bien mi delicada posición especialmente frente al Gobierno. El Gobierno me obstaculiza encarnizadamente, si bien por ahora a escondidas, máxime después que le hice saber a los Misioneros de Nueva York, a los que el Cónsul había sugerido pedir un subsidio al Ministerio, que se cuidasen muy bien de hacerlo: "Ustedes, le respondí, no deben usar ni servilidad, ni hostilidades inútiles. Manténganse en las mejores relaciones con las autoridades locales, no pidan nada al Gobierno".

Es verdad que en el último folleto que yo escribí, me dirigía de algún modo al mismo Gobierno pero como Su Excelencia habrá comprendido, fue primeramente para echar un poco de agua sobre el paroxismo febril que se había adueñado de los ánimos en contra del clero, del Episcopado y de la Santa Sede; y luego razonaba así: o el Gobierno, lo que no es de suponer, concede la exención de los clérigos al servicio militar, como yo públicamente insinúo, o no la concede. En el primer caso la Iglesia habrá ganado mucho; en el segundo caso evidenciará mejor ante el mundo, como sucedió de hecho, su injusticia y odio contra nosotros.

¡Es muy feo, Su Eminencia, vivir entre tantos fuegos! Asegúrele al Santo Padre, que yo lo tengo en cuenta solamente a El, y que toda mi ambición consiste en agradarle solamente a El, conciente así de agradar a Dios. [76]

 

 

“Celoso del principio jerárquico”

 

213.     "Pero Usted le ha dado la misión secreta de inspeccionar el estado religioso de las colonias italianas en relación con el objetivo perseguido por la Santa Congregación. . ." ¿Pero es posible, Eminencia, que se me crea tan chiquillo e imbécil a tal punto de suponerme capaz de mandar un laico, aunque fuese un santo de primer orden, para informar acerca de cosas que corresponden solamente al clero. Yo, que soy tan celoso del principio jerárquico? En pocas palabras, sería digno del manicomio si tan sólo lo hubiese pensado. Mi norma constante, inmutable es ésta: no enviar nunca sacerdotes sin la conformidad de los obispos. Es solamente a través de sus referencias que yo he juzgado y juzgo sobre las necesidades de los emigrados...

La desmentida que Su Eminencia me aconseja publicar, yo ya la habría publicado si el diario de Milán no hubiese tenido la imprudencia de imponérmelo, citándome públicamente a su tribunal, y obligándome casi a rendirle cuentas de mi obrar. La autoridad de un obispo, aunque el más miserable, es sagrada, es divina, y no puede ser rebajada ante los clamores de un diario cualquiera. Sería destruir el principio jerárquico sobre el cual descansa el porvenir de la Iglesia.

No obstante, en atención al deseo de S. E., una declaración la haré gustoso, apenas se me ofrezca una ocasión propicia, y más aun antes de publicarla me haré una obligación el someterla a su iluminado juicio. [77]

 

 

b) PATERNIDAD Y SERVICIO

 

“Abrazaré a todos haciéndome siervo de todos”

 

214.     Reconfortado por el don de la Consagración divina, crece en mí grandemente la esperanza de que el Supremo Pastor del redil, Jesucristo nuestro Señor, dirigiendo benigno la mirada a la pureza de la fe, al amor por la Religión, al fervor de piedad de este óptimo clero y pueblo de la Iglesia de Piacenza, quiera ser constante y eficaz apoyo a la excesiva debilidad del indigno Pastor.

En cuanto a mí, que soy deudor de todos, según mis fuerzas abrazaré a todos con mi ministerio haciéndome siervo de todos por el Evangelio (1 Cor. 9, 22); y enviado principalmente a los pobres y a los más infelices que arrastran míseramente la vida en la desolación, sufriré con ellos, ocupándome especialmente de socorrer y evangelizar a los pobres que, ricos de fe, fueron elegidos por el Redentor como primeros y herederos del Reino prometido por Dios a aquellos que lo aman (Sant. 2, 5).

Sabiendo bien que he sido llamado al martirio del episcopado, es decir a los sacrificios, a las asperezas, a las angustias, me resultará muy dulce sufrir el peso y el calor de la jornada y muy contento gastaré lo mío y gastaré más de mí mismo por el bien de sus almas(2 Cor. 11).

Luego, a fin de que el ánimo no flaquee, me reflejaré como el Apóstol en el Autor y Consumador de nuestra fe, que por la gloria del Padre y la salvación de las almas se hizo hombre y obediente hasta la muerte de cruz. Renovado en el espíritu de mi vocación, me opondré firmemente a las artes sacrílegas de los impíos con las cuales se intenta derribar la casa levantada por el mismo Cristo sobre sólida piedra.

Revestido con la coraza de la justicia, embrazado el escudo de la fe con el cual poder apagar los dardos encendidos de los enemigos de Dios, y empuñada la espada del espíritu, que es la palabra divina, combatiré en buena lucha, firme en la esperanza que Quien ha iniciado en mí la obra celestial, sabrá terminarla, confirmarla y consolidarla; y Quien me adosó esta carga, me auxiliará Él mismo para administrarla bien (San León Magno, Serm. 2).

Por lo tanto, si en mí hay consejo, virtud, ciencia en las cosas divinas y humanas, prudencia, todo les será dedicado completamente, para que el Reino de Dios se extienda entre ustedes, domine la paz, y cada uno según sus posibilidades conduzca santa y plácidamente la vida. No rehusaré esfuerzos para convertirme en padre de los infelices, preceptor de los ignorantes, rector de los Sacerdotes, pastor de todos, con el fin de que, habiéndome hecho todo para todos, pueda ganar a todos para Cristo.

Con el ejemplo de las virtudes pastorales, con rectos consejos, con serias sugerencias, amonestando, rogando y virilmente, si fuera necesario, reprendiendo a los ancianos como padres, a los más jóvenes como hijos, me esforzaré según mis fuerzas para prepararle al Señor un pueblo perfecto y no cesaré nunca de suplicar con humildad y lágrimas en la presencia de Dios para que El mismo incremente mis obras. [78]

 

 

“En el Obispo no puede no haber plenitud de amor”

 

215.     Sacrificarse de todos los modos posibles para dilatar en las almas el reino de Jesucristo, exponer, si es necesario, la propia vida por la salud de su amado rebaño, ponerse, diría, de rodillas ante el mundo para implorarle como una gracia el permiso de hacerle el bien, he aquí el espíritu, el carácter, la única ambición del Obispo. Cuanto él tiene de autoridad, de ingenio, de salud, de fuerzas, todo lo usa para ese nobilísimo propósito...

¿Y qué obra hay verdaderamente buena y benéfica que no merezca protección y favor del Obispo? Quizás él será retribuido con ingratitud; no importa. Su caridad no desmaya jamás: nunquam excidit (...).

Dios es caridad, y cuanto más un alma está unida a Dios, tanto más en ella hay plenitud de caridad. He aquí porqué el Obispo no ama sólo a Dios, no ama sólo a los hermanos, sino también todo lo que es digno de amor. Todo, repito, sin excepción. El ama toda cosa verdadera, toda cosa hermosa, toda cosa grande, toda cosa buena, toda cosa santa: materia y espíritu, razón y fe, naturaleza y gracia, civilidad y religión, Iglesia y Estado, familia y patria. El ama todas las armonías de la naturaleza humana, y las ama porque no puede no amarlas: las ama, porque en su corazón, unido por la plenitud del Espíritu Santo a Dios, verdad, belleza, bondad, vida, amor por esencia, no puede no haber plenitud de amor. [79]

 

 

“No hay para mí amigo o enemigo entre ustedes, porque todos son hijos”

 

216.     Les he hablado francamente y con el corazón abierto, como lo requería mi deber. ¿Quizás a alguno le pareció áspero mi reproche? Me dolería mucho, porque, créanlo, hijos míos, si bien detesto el mal, yo no tengo sombra de resentimiento hacia nadie. Los amo y justamente porque los amo, me indigno contra los que son para ustedes piedra de escándalo y tratan de traicionarlos. Los abrazo a todos en Jesucristo, quisiera ponerlos a todos aquí adentro de mi corazón; daría la vida y me convertiría gustoso en anatema por cada uno de ustedes, si ello pudiese alcanzarles la salvación.

No, no hay para mí entre ustedes amigo o enemigo, porque son todos hijos de mi familia, todos signados en la frente por el signo de la redención, todos destinados a ser mi alegría y mi corona. Les diré a ustedes lo que decía a su pueblo un Obispo santo: Aún cuando Dios quisiera permitir que llegase el día en el cual, a las adversidades y contrariedades de mi Ministerio se agregasen también las ingratitudes y las maldiciones de ustedes, yo tengo la seguridad de que, con la gracia del Señor, les respondería bendiciéndolos y amándolos aún más. [80]

 

 

“El corazón del padre”

 

217.     Los años de episcopado que para la fe y bondad de ustedes son hoy motivo de festejo, para mí son motivo de temblor y de turbación. Hoy más que nunca yo siento el peso formidable que cargo sobre los hombros. Pienso en tantas gracias particulares, insignes, extraordinarias, gracias de predilección, que mediante una asidua cooperación me habrían llevado a un alto grado de perfección y temo. Pienso en la gran rendición de cuentas que deberé hacer al Juez divino por los cinco lustros desde que soy Obispo; pienso en los peligros que trae consigo, máxime en nuestros días, la atención pastoral, pienso en que deberé dar razón por tantas almas que me precedieron en el gran viaje a la eternidad, de todos y cada uno de ustedes y si me aterra el futuro, el pasado me humilla profundamente y me conturba: me terret quod vobis Episcopus sum, diré con San Agustín.

Me humilla y me confunde el pensamiento de todo el bien que les habría proporcionado una voluntad más enérgica, un celo más iluminado, una vida más laboriosa.

Me acuerdo de una promesa que les hice el día de mi solemne ingreso, la primera vez que tuve la satisfacción de hablarles. Después de haberles prevenido que no encontrarían nada en mí de lo que admiraron en mis predecesores, francamente agregué: "Les aseguro, sin embargo, que el corazón de padre lo encontrarán". ¿Los hechos fueron acordes a la palabra empeñada? No me atrevo a afirmarlo.

Sólo esto puedo asegurarles; que siempre los he amado, que las alegrías de ustedes fueron siempre mis alegrías, sus dolores mis dolores. Mi amor por ustedes, oh pueblo de Piacenza, no conoció mitigación, y no fue nunca debilitado por contradicciones u ofensas. Si odié la culpa, siempre traté de abrazar al culpable.

Vine, deseoso sólo de la salvación de ustedes: vine, como el apóstol a los Corintios, no confiando en las palabras de la sabiduría humana, sino in ostensione spiritus et virtutis. Vine, anunciando la paz, no ahorré sacrificios para hacer crecer entre ustedes el modesto olivo, procurando que a su sombra floreciese la caridad, el amor a Jesucristo, a la Iglesia, a su Jefe augusto, el deseo eficaz por el bien de esta ciudad y Diócesis amadísimas.

Los he amado a todos sin distinción. Si hubo alguien que tal vez vio a mi rostro adquirir una insólita severidad, mientras una nube de tristeza me pasaba sobre la frente y mi palabra asumía el tono del reproche, sepa que esa tristeza, que esa severidad, que ese reproche salían desde un fondo de amor, partían de un corazón que gemía, porque estaba contrariado por el deseo del bien.

Los he amado por deuda de justicia, porque son mi pueblo y ojalá no fallaran los medios para que yo pudiera demostrarles más que con palabras este amor. Cada año que pasó es un anillo más en la cadena que me une a ustedes, cadena fabricada por el amor recíproco, cadena que lejos de debilitarse con el tiempo, se refuerza cada vez más, se hace inquebrantable. [81]

 

 

c) ANILLO DE LA JERARQUIA ECLESIASTICA

 

“La unidad de los sucesores de los Apóstoles”

 

218.     La unidad por la cual suplicó Jesucristo al Padre celestial, sint unum, la recomendó (...) a los sucesores de los Apóstoles y entre ellos al Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, centro de donde parten y adonde apuntan todos los rayos, Maestro privilegiado de especialísima asistencia por parte de Dios, Juez sin apelación en todas las controversias, Piedra fundamental del místico edificio levantado por el Verbo Encarnado para la salvación de los hombres, Pastor al cual con absoluta potestad fue confiado todo el rebaño y todos los Pastores, que en cada Diócesis rigen las poblaciones a ellos confiadas.

Fieles a este designio divino el Jefe de los Pastores, y con él, y bajo su guía, los Obispos procuraron que la Iglesia floreciera siempre de esa unidad que es una de las más claras contraseñas de su divinidad. Es cierto que en la Iglesia surgieron y surgirán siempre herejías y errores, pero la historia nos enseña que para señalar a los que erraban y condenarlos no se levantaron hombres carentes de autoridad, sino los Obispos, jueces y custodios del sagrado depósito de la fe y el Romano Pontífice, que frente a sus sentencias, y cuando la necesidad aparece, viene a poner el sello de su condena y a dar el golpe definitivo al error. [82]

 

 

“En la Iglesia toda misión extrajerárquica ha sido excluida”

 

219.     No digan después, como aquellos, a los cuales aún desde sus tiempos reprochaba el Apóstol: yo soy de Pablo, y yo de Apolo y yo de Cefas, mientras somos todos de Cristo.

Recuerden que en la Iglesia de Jesucristo toda misión extrajerárquica ha sido excluida; que, fundamentum aliud nemo potest ponere praeter in quod positum est, quod est Christus Jesus [nadie puede poner otro fundamento excepto el que ha sido colocado, es decir Jesucristo]; que ninguno puede, en la escuela de Cristo, erigirse en maestro fuera de los que fueron puestos por el Espíritu Santo.

El que rehúsa atenerse a este magisterio es un temerario, el que se rebela es un apóstata, el que levanta la cabeza contra ello es un soberbio, un ignorante, un anticristo, a quien debe considerarse como pagano y como publicano.

¡Pero este es un gran hombre! ¡Ese un gran teólogo! ¡Aquel un gran filósofo! ¡Aquel otro un gran santo! ¿Qué importa eso? ¿Es un ángel del Cielo? Si también es un ángel del Cielo y levanta la cabeza, y enseña y escribe fuera de aquello que enseña el Papa, de lo que enseñan los Obispos: anathema sit, gritaremos con el Apóstol, sea excomulgado.

Tampoco haya entre ustedes quien se deje alentar por la infausta ilusión, que invade y alucina en nuestros días algunas mentes, aunque no perversas ni egoístas, como es el creer que pueda estar verdaderamente con el Papa aquel que, separándose del necesario vínculo divinamente establecido por el orden jerárquico, no estuviese unido en la obediencia, en el respeto y en la caridad al propio Obispo y con éste y por éste, unido al Papa; o, bajo el color del celo y del exagerado sentimiento de devoción al Papa, menguase de hecho la obediencia y el respeto debidos al Obispo, juzgándolo él, por su arbitrio privado, fiel o no a las órdenes pontificias. Esto sería sin duda un anticiparse al juicio de la Sede Apostólica, un atentar a la divina constitución de la Iglesia, un ponerse en el camino del más refinado y pernicioso liberalismo. [83]

 

 

“Se multiplican los Papas, y los laicos sustituyen a los Obispos”

 

220.     Nuestras cosas marchan mal, muy mal. Se desea hacer entrar la política en todas partes, hasta en las peregrinaciones. Sé que muchos Obispos italianos y muchos personajes habrían participado del Congreso de Lieja si no se hubiese antepuesto la cuestión del poder temporal. Czacki arruina todo. Se multiplican los Papas todos los días, los laicos poco a poco sustituyen a los Obispos y cada día aumentan más los equívocos, las confusiones, los desórdenes (...).

Nosotros, pobres Obispos, no sabemos cómo pensar, cómo hablar, cómo escribir, cómo movernos. Ya nos llevan de la mano como niños de jardín de infantes, a la merced del periodismo, ¡Y qué periodismo! ¡Pobre Episcopado! (...).

Ahora me estoy ocupando, cuando puedo, del Opúsculo, que ya le mencioné, y que podría titularse: "La cuestión social y la misión del clero". En cuanto a imprimirlo... Hay demasiada facilidad, por lo que parece, de enviar al Index quien no piensa con la cabeza...de los demás. [84]

 

 

“Ha redimido al Episcopado”

 

221.     Padre Santo, para todos ya es evidente el plan sublime de Su mente, la aspiración suprema de Su corazón. Es el plan de esa divina Providencia, que attingit a fine usque ad finem fortiter, et disponit omnia suaviter; es el voto de Aquel del cual es aquí en la tierra digno y visible representante, es decir: que todos unum sint los hijos de la Iglesia católica, y unum sint en la sumisión entera y absoluta de mente, de corazón y de obras a aquella autoridad jerárquica, que Jesucristo establecía aquí para el gobierno de la misma Iglesia.

Nos da especialmente solemne testimonio de ello la carta por Usted dirigida, en el pasado mes de junio, al eminentísimo Cardenal Arzobispo de París. Seguramente fue Dios quien la inspiró, ya que es tan bella, tan sabia y tan oportuna. Yo la besé emocionado, y le confieso, Santo Padre, que me siento impotente para expresarle, como quisiera, toda mi admiración, todo mi reconocimiento.

Con ella Usted ha disipado las nieblas levantadas por el espíritu de abismo para ofuscar el horizonte cristiano; ha derribado ese liberalismo de características nada nuevas que, desde las últimas filas del ejército católico, se propagaba cada día más; ha redimido, por así decir, al Episcopado, liberándolo de un oculto poder ilegítimo, que trataba, con astutísimas artes, sujetarlo al propio carro (...).

Bendito sea especialmente por haber hecho comprender a todos de modo tan explícito, que en vano pretenderían ser católicos aquellos que no estuviesen unidos por la obediencia, en el respeto y en la caridad a los propios Obispos, y con éstos y por éstos, unidos a Usted que es el Jefe y el Maestro de todos.

Bendito sea por haber abierto los ojos a tantos pobres ilusos o engañados, reprobando a aquellos que no rehuyen de esa oposición que se efectúa tanto a los obispos, como al Obispo de los Obispos, el Romano Pontífice, con formas indirectas tanto más peligrosas cuanto más se procura ocultarlas con apariencias contrarias. [85]

 

 

“No conocemos partidos”

 

222.     ¡Dios ve la pureza de nuestras intenciones, ese Dios que escruta los corazones y las entrañas, y ante el cual todos a corto plazo deberemos presentarnos! El sabe que Nosotros no conocemos partidos, que no tendemos por nadie, por ninguna persona, por ningún autor de ellos, que amamos a todos en forma indistinta; que no juzgamos las intenciones de quienquiera que sea; que no queremos y no buscamos más que su gloria y el bien de las almas; que no estamos apegados, por su misericordia, más que a El sólo, a su Vicario en la tierra, a su santa Iglesia.

Son grandes los dolores que sufrimos, viendo dividida la vestidura de Cristo, y quizás nos esperan dolores más grandes; sed nihil horum vereor, diremos con el Apóstol, nec facio animan meam pretiosiorem quam me, dummodo consummem cursum meum et ministerium verbi quod accepi a Domino, testificari Evangelium gratiae Dei.

Hasta ahora nos da vivo consuelo el pensamiento que el triunfo de la verdad podrá tardar, pero no fallar, y que el fruto más precioso de este triunfo será, no dudamos, la plena libertad del Episcopado y de su Jefe supremo, el Obispo de Roma, del cual el Episcopado recibe toda su fuerza, toda su solidez, todo su vigor.

Por lo menos llevaremos con Nosotros al sepulcro la suave certeza de haber combatido el buen combate, terminada la carrera, conservada la fe, y de recibir de Dios, justo juez, la incorruptible corona. [86]

 

 

“La caridad sea nuestro distintivo, el arma de nuestro combate”

 

223.     Está fuera de la Iglesia tanto aquel que desconoce la potestad sagrada, como el temerario que intenta adjudicarse el oficio y los derechos.

A ustedes, por lo tanto, Nos dirigimos (...) gritándoles con todo nuestro celo: ¡Custodien, custodien el espíritu de la disciplina eclesiástica!

Es el amor espontáneo, sincero, constante, absoluto, inviolable a esta disciplina, la razón de nuestras fuerzas, el motivo de nuestras esperanzas, la delicia de nuestra vida, la fuente de todo nuestro bien.

La disciplina en la Iglesia es cosa sagrada: ¡Ay de quién se atreve a profanarla!

Hagan ustedes escudo con sus pechos contra todos los asaltos; rehuyan las discordias que son la ruina; cuídense como del más enorme delito (...). Destierren el espíritu de particularidad y de contienda, las tendencias exclusivas y egoístas.

Sea la caridad nuestro distintivo, el arma de nuestro combate. [87]

 

 

“La obediencia mantiene la Jerarquía, como la Jerarquía produce la unión, como la unión hace la fuerza”

 

224.     Si la fuerza del clero reside en la unión de sus miembros, y si la unión no se tiene sin la jerarquía, ¿qué es lo que mantiene la jerarquía misma? La obediencia, la sumisión de los sacerdotes a los Obispos y de los Obispos al Sumo Pontífice: Filii obedientiae sumus (1 Ped. 1, 14). Somos los discípulos de Aquél que, según la expresión de San Pablo, se hizo obediente hasta la muerte.

En nuestros días, en los cuales el orgullo y el desprecio de la autoridad se esconden muy frecuentemente bajo las palabras de libertad e independencia, es para temer que esta atmósfera malsana termine con arrastrar al mismo sacerdocio. Pero los sacerdotes realmente sacerdotes, o sea aquellos compenetrados por el espíritu de su estado no se dejan seducir por estas falsas apariencias (...).

Saben que las gracias del estado se detienen en los límites de la función y no hay ni luces ni fuerzas más que por la parte de ministerio a ellos asignada. Ellos saben quedarse en su lugar, no se arrogan derechos que no les corresponden, no pretenden juzgar el conjunto, mientras conocen una sola parte de las cosas, y, limitándose al deber que les fuera asignado, lo cumplen con frutos. No son vanas las promesas que ellos hicieron al pie del altar el día de su ordenación sacerdotal, estas promesas las mantienen fielmente durante todo el transcurso de su vida. Son ellos, son los buenos sacerdotes que, por su espíritu de sumisión, establecen y refuerzan este gran cuerpo de la Iglesia, ya que la obediencia mantiene a la Jerarquía, como la jerarquía produce la unión, como la unión hace la fuerza. [88]

 

 

“La obediencia solemnemente prometida al Obispo”

 

225.     La persona a la cual debemos plena obediencia, después del Sumo Pontífice, es la del Obispo. Recordemos bien ese momento solemne cuando él, teniendo estrechadas nuestras manos entre las suyas, nos preguntó: Promettis mihi et successoribus meis reverentiam et obedientiam? Promitto. Esta fue nuestra respuesta, nuestro voto solemne hecho en presencia de toda la Iglesia de Dios, esta es la promesa que debemos tener siempre presente y que trunca todos nuestros pretextos de desobedecer (...).

¡Ah! si los Obispos tuviesen Sacerdotes obedientes y soldados semejantes a los del Centurión, como para poder decirle a éste: vade, et vadit y a aquél: veni, et venit, ¿qué no podrían hacer ellos por la santificación de su diócesis? Pero al encontrar los Ordinarios de las Diócesis no sólo resistencias en todas partes, contradicciones, repugnancias sino también abiertas negativas y desobediencias, ellos a lo sumo están obligados, para no comprometer su autoridad y exponer la debilidad ajena, a hacer muy poco uso de la potestad de mando que poseen en plenitud y exhortando, aconsejando y condescendiendo a la enfermedad de sus ministros, hacer lo que pueden, que es infinitamente menos de lo que podrían. [89]

 

 

“Nuestro Señor bajo la imagen del legítimo superior”

 

226.     No es de ningún modo servidumbre, sino un noble deber que nos prescribe el Apóstol cuando dice: Obedite praepositis vestris etc. Hay tres misterios, dicen los ascéticos, que la naturaleza rechaza con todas las fuerzas de su orgullo: el primero es el de Nuestro Señor bajo los velos de la Eucaristía, el segundo el de Nuestro Señor bajo la semblanza del pobre, el tercero el de nuestro Señor bajo la imagen del legítimo Superior. Y de la misma manera que la indignidad del sacerdote no altera en nada la realidad del primer misterio, ni la indignidad del pobre la del segundo, la indignidad del Superior (considerando que no sea una imaginación apasionada de los inferiores) no disminuiría en nada la realidad del tercero. Hay, por lo tanto, una especie de presencia real infusa en los que nos mandan, y no es solamente la docilidad exterior que les debemos, sino de conciencia: propter conscientiam (...).

Sin duda hay aflicciones inherentes a la obediencia, pero hay muchas otras inherentes a la autoridad. Toda autoridad es un martirio, todo Superior no es más que un mártir, una víctima coronada. Superiores e inferiores lloremos, por lo tanto, recíprocamente y hagamos de nuestra diócesis una escuela de respeto y de simpatías recíprocas. Desterremos, sobre todo, de las relaciones que Dios ha establecido entre nosotros ese escepticismo inarticulado, o sea ese mudo desprecio encerrado en el corazón, que es la sabiduría de las almas pequeñas y de los grandes soberbios. [90]

 

 

d) "NO PUEDO CALLAR"

 

“Tres cosas mantienen en ansias y recelo al Obispo”

 

227.     En su oficio de superintendente, siempre difícil y muy frecuentemente peligroso, el Obispo, tiene siempre tres cosas ante su mirada que lo mantienen continuamente en ansias y recelo: los peligros de las almas, el delito del silencio y el juicio de Dios. El, por lo tanto, cumple todos los deberes del buen Pastor, guiando sus ovejas hacia las pasturas saludables y los límpidos manantiales y batiéndose impávido y decidido contra los lobos que vestidos de corderos se introducen al redil.

El habla, escribe, obra; pero hablando, escribiendo, obrando tiene como mira solamente la gloria de Dios y la salvación de las almas. Nada de ambigüedades, de equívocos, de simulaciones, de segundos fines.

En su labio la palabra es rayo de suprema luz, es semilla de virtudes cristianas. Su buena fe podrá ser tal vez engañada, pero él no engaña a nadie, por el contrario, es para sacar a los demás del engaño que se expone con frecuencia a contradicciones y dolores apenas creíbles. No su propia comodidad, no su propio interés, no las mezquinas satisfacciones propias o ajenas, sino la verdad, solamente la verdad es su regla y él sacrifica todo, antes que traicionarla. [91]

 

 

“Nunca sucederá que nosotros los Pastores callemos”

 

228.     Sé que en nombre de esta falsa libertad se quisiera, por parte de los incrédulos modernos, obstaculizar aquella libertad santa, que nosotros católicos, nosotros Obispos recibimos de Dios. Aún si callaran las leyes, nunca sucederá que nosotros los Pastores callemos, nunca sucederá, con la ayuda divina, que calle yo, que yo cese de levantar mi voz, la voz del deber y de la autoridad para poner en evidencia el mal dondequiera que anide, para denunciar los peligros y las insidias con las que por los malos se atenta contra la vida espiritual de mis hijos: propter Sion non tacebo.

No callaré, y repetiré a todos con el Evangelio: cuídense de los falsos profetas que vienen a ustedes disfrazados de ovejas y por dentro son lobos rapaces. No callaré y diré otra vez: es intolerable que extranjeros maestros de falsas doctrinas vengan a nuestra casa a turbar la paz de nuestras familias, a insultar nuestra religión, la religión de nuestros antepasados, la religión que se entrelaza con nuestra historia, con nuestras artes, con nuestras costumbres, con nuestro latido, con nuestro aliento. [92]

 

 

“Llamado a tomar parte en el cuidado de todas las iglesias”

 

229.     ¿Ya no será lícito, por lo tanto, para un Obispo hablar o escribir según le dictan la conciencia, el derecho, y más que el derecho, el deber, sin que hombres muchas veces amonestados intenten imponérsele?

El Obispo, custodio de la ciencia divina, como lo llaman las Constituciones Apostólicas, mediador entre Dios y los hombres, princeps et dux, rex et dynastes, post Deum terrenus Deus, tamquam Dei dignitate condecoratus, ¿no podrá ya ejercitar su propio ministerio, sin temer ver arrastrada en el fango la propia dignidad, por los que declaran continuamente respetarla?

El Obispo, puesto por el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios, y llamado a tomar parte en el cuidado pastoral de todas las iglesias, ¿no podrá ya exponer cándidamente al Padre común su preocupación acerca de los peligros que corren las almas, sin que deba sentirse acusado de ser piedra de ruina y de escándalo?

¿Qué? ¿No podrá ya un Obispo declarar abiertamente que ama a su patria, que la desea grande, gloriosa, feliz en la reconciliación con la Sede Apostólica, sin ser sospechado de pactar con el enemigo? ¿No será permitido a un Obispo rezar a Dios para que la gloria de realizar esta obra, de todas la más ardua y más necesaria, la pacificación de nuestra Patria, se digne concederla a su Vicario en la tierra, sin que otros le reprochen querer dar consejos al Maestro Universal, y quererle forzar la mano?

¿Conque la temeridad llega a tanto como para reprobar actos que el mismo Sumo Pontífice declara haber agradecido? ¿A tanto llega la audacia como para reprobar, aún veladamente, lo que El asevera plenamente conforme a sus votos? ¡Gran Dios! ¿dónde estamos? ¿y adónde vamos nosotros con semejante sistema? ¡Ay, gritaremos con un Santo Padre, ay de la Iglesia, cuando el Episcopado está obligado al silencio! [93]

 

 

“Truene la palabra episcopal tal como la inspira el Señor”

 

230.     No hay Obispo en el mundo que no desee lo que desea el Supremo Jerarca, y no condene lo que El condena; no hay Obispo, que no deplore amargamente la condición intolerable a la que fue sometido el Jefe augusto de trescientos millones de Católicos, y no se una a El para renovar contra los antiguos y modernos atentados las protestas más formales; no hay Obispo, que no proclame con El que será imposible que prosperen las cosas públicas en Italia, mientras que no se provea, como toda razón pide, a la dignidad de la Sede Romana, a la libertad e independencia del Romano Pontífice.

Por lo tanto, truene sin obstáculos ni temor la palabra episcopal; truene tal como la inspira el Señor y sepan los orgullosos censores de la misma, que "el considerar a la Iglesia como una masa inorgánica, que deba recibir el impulso de una mano omnipotente, sin que nadie pueda ni iluminarla, ni someterle humildes y devotas reflexiones, es el más grande daño que se le pueda hacer". [94]

 

 

“Los Obispos tienen el derecho y el deber de iluminar también a los Superiores”

 

231.     Recibo en este momento su apreciada carta de anteayer, y antepuestos mis agradecimientos por el modo cortés con el cual se dignó escribirme, me permito decirle pocas cosas muy apresuradas, pero con el corazón abierto y con toda libertad.

Y ante todo protesto enérgicamente contra el supuesto apoyo otorgado por mí al malestar por el modo en que se ha procedido al nombramiento del nuevo superior de Rho. Soy hombre jerárquico, Eminencia; he luchado, casi solo, en cada ocasión para defender el gran principio de autoridad, sobre el cual se funda todo el porvenir de la Iglesia, y no me habría desmentido jamás (...).

Los buenos Padres, no habiendo podido ver al Arzobispo, recibiendo del Vicario General palabras vagas e inconducentes (el estilo es el hombre y viceversa), se dirigieron a mí en busca de consejo.

Pueden escribir, contesté, y también ir: Roma puede quedar sorprendida en un hecho particular, pero es siempre justa.

Ayer se presentaron ante mí dos de esos Padres, y me pidieron cartas para los Eminentísimos Verga y Galimberti y para Mgr. Della Chiesa. Escribí las tres cartas, las entregué y partieron. Cumplí con una obra de caridad y estoy dispuesto a repetirla hoy y siempre: es nuestro Señor que nos impone el deber. ¿Ofendí quizás a alguien? ¿Los obispos no deben aconsejar, consolar a quienes se dirigen a ellos aunque sean ajenos a su Diócesis? ¿No han sido puestos por el Espíritu Santo para dirigir a la Iglesia de Dios? ¿No tienen por lo tanto más que el derecho, el deber de iluminar, si es necesario, también a los Superiores?

Yo tengo demasiada estima por el Santo Padre y por aquellos que lo coadyuvan en el gobierno del mundo, para creer que pueda disgustarles que un Obispo, franca y lealmente, sin segundos fines, diga la verdad, con la finalidad nobilísima de evitar resoluciones que puedan tener consecuencias fatales y desastrosas. Donde afluyen los asuntos del mundo el examen de los hechos particulares es muy difícil, y Dios ha proveído al bien de su Iglesia con la institución divina del Episcopado. [95]

 

 

“Los Obispos no pueden, no deben callar”

 

232.     No se asombre, Santo Padre, de que yo le hable de revolución y de artes revolucionarias llevadas a cabo en la Iglesia de Dios. Tengo un volumen de pruebas que pretendo publicar con ese objetivo, con el profundo convencimiento de defender y sostener no la causa personal, sino aquella del episcopado aterrorizado, de la Iglesia manoseada, de la Religión traicionada.

Si ésta fuese combatida sólo por los incrédulos muy poco habría que temer, pero cuando católicos y sacerdotes, lo digo con inmenso dolor, levantan en la Iglesia el estandarte de la revolución y bajo bellas apariencias pervierten el sentido cristiano del clero joven y del pueblo, los Obispos no pueden, no deben callar; ni callaré yo. Son años, Padre Santo, que gimo sobre estos males y que los lloro amargamente ante Dios. Disimularlos ahora por más tiempo es imposible.

No crea, Beatísimo Padre, que yo hable desconsideradamente o que esté movido en esto por fines particulares, o por otros motivos, no. Me es testigo Dios al que sirvo, y ante el cual compareceremos todos en breve, que yo no conozco partidos y que no tiendo por ninguno de ellos. No estoy ligado por su gracia más que a El sólo, a Usted que es su Vicario, y a su Santa Iglesia.

Es por eso que siento vivamente sus dolores y que después de haber reflexionado y rezado largamente, he decidido enfrentar al petulante partido que hoy pretende imponerse y que es fuente de tantas ruinas espirituales. Deberé sufrir mucho, lo preveo, pero sin duda me consolará el pensamiento de haber hecho todo lo posible para evitar males peores.

Un gran antecesor Suyo, Santo Padre, solía, Usted lo sabe, dirigirse a Dios todos los días, instándolo a que inspirara a algún Obispo para que le dijera abiertamente la verdad y tal es, seguramente, el deseo de Su tan noble corazón, por lo que no dudo me perdonará si deseo revelarle toda la verdad, aún si es amarga.

La obra demoledora y revolucionaria del nuevo liberalismo, Santo Padre, no cesará si no se hace algo público y manifiesto en apoyo de la Autoridad Episcopal.

Yo espero que Usted me comprenda y me escuche. Si Dios me privara también de este consuelo, no por esto menguará la profunda veneración y el afecto filial a su sagrada Persona y a la Santa Sede. Tendría siempre el consuelo de no haber jamás callado la verdad a nadie, de haber combatido la buena lucha y haber conservado la fe, con la esperanza de la corona que un día me concederá El justo juez.

No cerraré la presente, Beatísimo Padre, sin antes declararle que yo estoy y estaré siempre dispuesto no sólo a Sus mandatos, sino también a Sus deseos, por lo cual si cree que yo deba callar, en atención a Usted entraré calmo y tranquilo en profundo silencio volviendo a poner todo en las manos de Dios y de Usted que hace sus veces. [96]

 

 

e) IGLESIA UNIVERSAL E IGLESIA PARTICULAR

 

“El Papa es centro y creador de los otros centros”

 

233.     El Papa atrae e irradia, reúne y difunde, es centro del mundo cristiano en toda su amplitud, y al mismo tiempo creador de los otros centros.

Si bien indigno, yo soy Obispo de ustedes. ¿Quién me ha dado la autoridad para gobernar sus almas? ¿Quién me ha investido en el foro interno y externo de ese poder legislativo, judicial, ejecutivo en que consiste, en el ámbito de la Diócesis de Piacenza, la soberanía espiritual de mi ministerio episcopal? ¿Quién ha puesto en mis manos para el bien de ustedes las llaves del reino de los Cielos? Jesucristo ciertamente, ya que en el orden sobrenatural todo viene de Él, pero Jesucristo mediante el Papa.

La llaves del reino celestial, le dijo Jesús a Pedro, yo las daré ¿a quién? A ti: Tibi dabo (...). Esas llaves deberán pasar, es cierto, a otras manos, pero siempre a través de tus manos: esa potestad (en límites más o menos extensos) deberá ser conferida a otros, mas por medio de ti y a tu beneplácito. Por lo tanto, de la misma manera, dice San Cipriano, que deriva de la cabeza el vigor de los miembros humanos, de las raíces la vida de las ramas, de la fuente el agua de los arroyos, y la luz de los rayos del sol, así todos los poderes jerárquicos manan, como de una fuente visible, de la Sede de Pedro, ¿Y si no fuera así, con qué derecho me llamaría yo Obispo de ustedes? [97]

 

 

“El Episcopado entero se concentra en el Obispo de los Obispos”

 

234.     La alabanza que nos viene de las personas amadas nos resulta grata, pero todavía más grata es la que me viene de ustedes, porque está dirigida a objetivos mucho más altos que no sean mi pobre persona. La alabanza que se otorga a un Obispo, también si es merecida (y en el presente caso no lo es absolutamente) es esencialmente alabanza al episcopado, el cual con su carácter divino, con la gracia de su oficio, con su dignidad celestial, con su autoridad de jurisdicción, reflejo de la misma autoridad de Jesucristo, es siempre la fuente límpida y viva de todo el bien que el Obispo viene obrando.

Y ya que el episcopado entero se concentra y se unifica en el Obispo de los Obispos, que es el Papa, y es más bien como el cuerpo de una única persona moral, que tiene como cabeza visible al Romano Pontífice, deriva de eso que el encomio de un Obispo no sea sólo el encomio del episcopado, sino sea también, en modo muy particular, encomio de esa suprema potestad papal en la cual el episcopado vive y se vigoriza. [98]

 

 

“La gloria más pura de la diócesis de Piacenza”

 

235.     Hace veinticinco años que Usted está sentado sobre esa infalible Cátedra y hace veinticinco años que la ilustra con la palabra, con el ejemplo, con el esplendor de una sabiduría poco común y con el ejercicio de las virtudes más sublimes; veinticinco años de constantes cuidados y de luchas magnánimas, llenos de obras santas, gloriosas, inmortales (...). Desde lo profundo del corazón le agradecemos por el bien que nos hace, ya que Su palabra que el Espíritu de Dios inspira y acompaña, nos hace fuertes de Su misma fortaleza, valientes de Su valor, firmes, intrépidos a la par de Usted.

La unión sincera y afectuosa con la Sede de Pedro formó en todo tiempo la gloria más pura, más deseada, más querida de la Diócesis de Piacenza, que hoy por mi boca renueva las promesas de fidelidad y de gratitud hacia Su augusta Persona, y declara enfáticamente querer continuar con las tradiciones heredadas, sabiendo bien que en la unión con el Pontificado romano y en la plena y perfecta conformidad con Sus enseñanzas y deseos está depositada también la salvación de nuestra patria. [99]

 

 

“Obispo: jefe de una Iglesia que vive de su propia vida en la unidad de la Iglesia universal”

 

236.     Ser Obispo es pertenecer a todos y no ya a sí mismo; es, en el grado más excelso y con la más sublime autoridad del sacerdocio, ser el padre de una familia, el jefe de una iglesia, que vive de su propia vida en la gran unidad de la Iglesia Universal (...).

Falta a sus deberes más sagrados ese eclesiástico que no practica en absoluto las áureas palabras del Mártir San Ignacio: Estén sujetos al Obispo como a Jesucristo. Obedezcan al Obispo como Jesús obedeció al Padre (...).

Son estas reglas eminentemente apostólicas que se destacaban en la conducta de nuestro piadoso Prelado, que no terminaba de deplorar la decadencia y los grandes males que a causa de ello se derivarían a la Iglesia. Solía repetir (...) que lo que apurará el triunfo de la Iglesia y formará como una gran armada dispuesta para la batalla, será sin duda una unión inamovible con el centro de la unidad católica, el respeto, el amor, la obediencia en todas las cosas al Romano Pontífice, pero no desunidos del respeto, del amor, de la obediencia a la autoridad episcopal, sobre la cual, al decir de un Padre, se funda y descansa la salvación de la Iglesia. [100]

 

 

“Nosotros los Obispos somos hermanos entre nosotros”

 

237.     Reunidos por primera vez a conversar de las cosas que corresponden al gobierno de sus almas, unidos, en espíritu de obediencia y de devoción hacia el Padre común de los fieles, el encontrarnos y el sentirnos verdaderamente hermanos fue una sola cosa (...).

Sepan que nuestras palabras no son nuestras; son el eco fiel del magisterio divino confiado por Jesucristo a Pedro, y que desde éste a través de los Obispos desciende hasta ustedes. Nosotros somos y gozamos de podernos llamar y sentirnos hermanos concordes y afectuosos entre nosotros, porque con todo el ardor del alma y con profunda devoción ponemos el oído en los infalibles documentos de nuestro único maestro, a cuya voz nos sentimos dichosos de prestar, por gracia de Dios, dócil y amorosa atención: "ustedes son todos hermanos, su único maestro es Jesucristo" [101]

 

 

“Imposibilidad de gobernar las Diócesis”

 

238.     Le confieso ingenuamente que el estado deplorable de nuestras diócesis, por causa de los agitadores y de las escandalosas polémicas, constituye el más grave dolor de mi vida y me aflige de tal manera que me hace perder también la salud.

Cuando fui a Roma hablé con claridad, quizás con excesiva franqueza, de las cosas deplorables que suceden entre nosotros, de la imposibilidad de gobernar las Diócesis, si no se frenaba ese partido audaz, que teniendo sus jefes en Milán, se ramificaba en todas las ciudades, que se volvía intangible, también ante los Obispos, con el exagerar su apego al Papa, etc. ¿Qué debo decirle? Me parece que al Santo Padre mis palabras le habrán causado alguna sorpresa; tengo algún motivo para creer que el partido se ha dado cuenta, inde irae [de ahí las iras].

Algunos días atrás me hablaron de insinuaciones malignas hechas por el "Observador" a usted y a mí y a algún otro colega. Desde hace dos años no leo más esa hoja y no me preocupo más por sus juicios. Pero apenas llegue a Piacenza escribiré al Papa al respecto y escribiré con fuerza y no sólo de mí; ahora, querido amigo, ya estamos unidos como blanco a las flechas de estos pobres ciegos y debemos oponernos a sus insanas tentativas, conservando la calma, la pureza de las intenciones, buscando sólo la gloria de Dios, de la Iglesia, la salvación de las almas.

Por mi parte estoy dispuesto no sólo a escribir, sino también a emprender el viaje hacia Roma para dar a conocer al Santo Padre el verdadero estado de las cosas. [102]

 

 

239.     Los partidos que usan ahora un pretexto y luego otro para atropellar poco a poco al Episcopado y tomar a su modo la dirección de la opinión pública católica, se van haciendo cada día más audaces, hasta hacer a los Obispos a veces impotentes en el ejercicio de su sagrado Ministerio (...).

Yo que he consumido mi salud y gastado ya todo lo mío para bien de la Religión, que rechacé honores y bien grandes con derecho incluso a una generosa pensión para protestar contra los violados derechos de la Iglesia, yo que tengo como órdenes absolutas aún las disposiciones menos enfatizadas de la Santa Sede, que estuve, y no con palabras solamente, y estoy dispuesto a derramar mi sangre por la Iglesia y por su Jefe augusto, ¿yo llegar a estar bajo sospecha de traición? ¡Dios mío, sostenedme en la ardua prueba, ya que si la cosa se verificara yo moriría de congoja! [103]

 

 

240.     He escrito a alguien influyente de allá y últimamente al Papa. Le mando copia para que me diga si he escrito con la suficiente diplomacia y si debo insistir con el argumento. Si los Obispos no fuesen mudos alguna ventaja, a fuerza de hablar, se tendría. A propósito, ¿qué piensa Mons. Guindani? ¿Si ve las cosas como nosotros, no podría escribir él también, como hice yo? En fin es un deber de nuestro ministerio hacer conocer al Papa el verdadero estado de las cosas, con el objetivo de salvar lo que se puede. [104]

 

 

241.     La confusión de las lenguas es verdaderamente espantosa; si las cosas siguen así, las Diócesis se volverán ingobernables. Mientras tanto me parece extremadamente necesaria, especialmente para nosotros los Obispos, una grandísima discreción, rodeados como estamos y espiados por ciertos fariseos, que buscan con avidez todo pretexto para juzgarnos y ponernos en aparente contradicción con la Santa Sede, lo que se convierte en grave injuria para el episcopado y en enorme escándalo para los fieles. En tan triste condición de cosas yo ruego todos los días a Dios para que me conceda a mí y a todos mis cohermanos calma, paciencia, tranquilidad, confianza en su ayuda divina, sin la cual se corre el peligro de perder la cabeza. [105]

 

 

 

“Et nos homines sensum habemus”

 

242.     Participo con toda el alma de sus dolores y de sus penas; pero es necesario ser fuertes y llevar con gran dignidad el peso de la presente tribulación. Estoy seguro que un día no muy lejano se le hará justicia. Cuando se conozcan las censuras de la Inquisición se dirá: parturiunt montes etc. de la fábula, y su defensa será hecha, verá. In omnibus, escribía un Padre de la Iglesia, me parece San Ambrosio, cupio sequi Ecclesiam Romanam; sed tamen et nos homines sensum habemus: me parece que quisiese decir: ¿porque soy Obispo debo dejarme dominar como se domina a un burro?

Cuídese de las sorpresas: el objetivo de sus adversarios, se lo dije otra vez, es el de hacerle renunciar a la Diócesis. [106]

 

 

“El Episcopado debe levantarse de nuevo por sí solo”

 

243.     El Episcopado debe levantarse de nuevo por sí solo y hallar en su propia divina autoridad la fuerza para imponerse a los enemigos y alcanzar el respeto que le es debido. Ya le expresé otras veces este pensamiento y creo no errar. Esperar una ayuda eficaz desde allá es una ilusión. No obstante yo intentaré todos los caminos y le aseguro que hablaré con una fuerza y una convicción tan profunda como para hacer doblegar aún cualquier voluntad; con tal que no se actúe, como temo, sin atender a razones en base a la política totalmente humana, que desde algún tiempo domina en las relaciones exteriores de la Iglesia. [107]

 

 

“Sabré defender mi autoridad”

 

244.     Nosotros somos demasiado expansivos y sinceros, es muy cierto, pero no lo creo un mal; hay también un tiempo para hablar y me parece justo, se entiende, cuando y donde se puede y se cree conveniente; ya que el silencio del episcopado entero ha contribuido poderosamente para aumentar la audacia de los nuevos liberales y quiera Dios que se los pueda frenar de algún modo, lo que dudo bastante. Me valdré de sus fraternales consejos, estaré atento pero no a tal punto de demostrar temor ante cualquiera: no nos amarán nunca, convénzase, por lo menos nos temerán.

Me siento perfectamente tranquilo: si allá dijeran cosas que no corresponden, responderé con buena tinta. No debo nada a nadie y sabré defender mi autoridad y mi puesto con la mayor energía. Antes de comenzar la lucha he reflexionado, he examinado todas las dificultades y me he convencido de poder resistir a todas las fuerzas de nuestros adversarios.

Prudencia, cuidados, pero sobre todo coraje y firmeza. He escrito al Papa en el sentido que le dije, con reverencia, pero con fuerza. [108]

 

 

4. EL SACERDOTE

 

Cristo se prolonga y actúa en el sacerdote, llamado a proclamar la verdad, a comunicar la gracia, a servir a aquellos que reciben la herencia de la salvación. Su única ambición es dedicarse totalmente a la venida del reino, su razón de existir es la salvación de los hombres, la meta de su vocación es la santidad, la suya y la de los demás.

La santidad es holocausto. Se adquiere con el deseo generoso, con la rectitud del corazón, con la asidua meditación de la ley divina, con el exacto cumplimiento de los propios deberes.

El ministerio sacerdotal es fructífero sólo por la gracia de Dios, que se obtiene con la oración, con la adoración de Cristo en la Eucaristía, con la ejemplaridad de la vida.

La santidad debe ser completada por la ciencia, custodia de la fe y de la moral.

La paternidad sacerdotal suscita herederos del sacerdocio: el que contribuye a dar a la Iglesia un sacerdote es benefactor de la humanidad.

 

a) EL MINISTERIO SACERDOTAL

 

“Partícipes de mis esfuerzos pastorales”

 

245.     Con ardoroso afecto paternal los abrazo a todos, Rectores de almas, consciente de la excelencia y necesidad del ministerio de ustedes, ya que yo mismo por algunos años cumplí los oficios en esta vasta parroquia de San Bartolomé en Como, cuya docilidad, religión, piedad, frecuencia a la palabra de Dios y a los Sacramentos y pruebas luminosísimas de amor filial hacia mí, no cesaré nunca de ponderar. Ya que son ustedes partícipes de mis esfuerzos pastorales y dispensadores de los misterios de Dios, preocúpense por ser contados entre los dispensadores fieles, recordando esa gravísima y al mismo tiempo terrible sentencia: A juicio rigurosísimo serán sometidos aquellos que presiden (Sab. 5).

Cualquier sagrado ministerio que ejerciten, sea que ofrezcan el augusto sacrificio de la Misa, sea que administren los santos Sacramentos o se ocupen de los oficios divinos, puros en el corazón y en la mente, compenetrados de sentido religioso y de afectuosa piedad, usen el ministerio como virtud comunicada por Dios, con el fin de que en todo sea honrado Dios por Jesucristo (1 Ped. 4, 11).

Sean ángeles de paz, hermanos queridísimos, operarios intrépidos; consuelen con su premura y diligencia a los pobres, los pupilos, los huérfanos, las viudas, los enfermos, los moribundos, de modo que la caridad y la paternal solicitud de los pastores resplandezca con luz cada vez más viva.

Teniendo sentimientos de caridad tiernísima hacia los sordomudos, los ciegos y los otros más infelices, procuren que ellos también sean instruidos; enseñen diligentemente a los niños y a las niñas los principios de la fe y de la obediencia hacia Dios y a sus progenitores; dispuestos y voluntariosos de espíritu socorran a todos con las obras de caridad, uniendo por ello los ánimos de los fieles en estrechísima devoción hacia ustedes y la Religión. [109]

 

 

“Dios, el sacerdote y el hombre”

 

246.     Ciertamente Jesucristo habría podido, por su virtud divina, salvar a los hombres sin servirse de la obra de otros hombres, pero en su infinita sabiduría no lo quiso; y creaba así también en el orden de la gracia, como había hecho en el orden de la naturaleza, las causas intermedias y segundas. Entre sí y los hombres Él puso a sus Sacerdotes, en los cuales se ha dignado continuar, y en su oración al Padre Él no reconoce otros discípulos fuera de aquellos que habrían creído por medio de ellos. El evangelio, en efecto, habla siempre de tres: Dios, el Sacerdote y el hombre. Quien excluye el Sacerdote, quita el anillo de conjunción y rompe la cadena, derriba el puente de paso y cava un abismo. [110]

 

 

“El sacerdote es Jesucristo operante en el hombre”

 

247.     ¿Qué hombre es éste que tiene en su mano la vida y la suerte de las almas, y, de algún modo, la vida y la suerte de un Dios? ¡Una vez más admiren la dignidad y el poder del sacerdote católico!

No solamente Jesucristo vive en él en una vida real, sino que ejercita continuamente por medio de él todas las funciones divinas que realizan la santificación de las almas y la salvación del mundo.

¡El sacerdote católico no es, por lo tanto, sólo Jesucristo viviente en el hombre, lo que es el privilegio de todos los cristianos: él es Jesucristo operante en el hombre y que cumple con el hombre la obra divina de la reparación; él es Jesucristo que habla, Jesucristo que sacrifica, Jesucristo que perdona, Jesucristo que salva en todas partes, sobre el púlpito, en el altar, en el tribunal de penitencia, revestido de la misma dignidad que El, porque está investido de la misma autoridad!. Sacerdos alter Christus. [111]

 

 

“Es el hombre de Dios en la comunicación de la verdad”

 

248.     Cuando nosotros hablamos es como si hablase Dios, porque Él habla no sólo por su Hijo, sino por nosotros, continuadores de su obra.

El sacerdote, por lo tanto, es verdaderamente el hombre de Dios en la comunicación de la verdad. Él, se dijo muy bien, la da a todos, grandes y pequeños, como Dios da la luz del sol al cedro y al tallo de hierba. Él se ensalza sin agrandarse, se rebaja sin empequeñecerse. Tanto las mentes elevadas deseosas de altas y profundas especulaciones, como el pueblo y los niños, cuya inteligencia necesita simplicidad y claridad, hallan respuesta a todos los interrogantes que nuestra naturaleza instintivamente se hace a sí misma, preocupada de su propio origen, de su propio estado, de sus propios deberes y destinos, y, lo que más importa, la inamovible certeza y la perfecta seguridad de su fe. [112]

 

 

“En nombre de Dios da a los hombres la Gracia

 

249.     Además de la verdad, hay otra cosa sagrada, que el sacerdote, en nombre de Dios, da a los hombres: la Gracia, don absolutamente gratuito, que eleva el corazón, que crea y alimenta en nosotros la vida sobrenatural, que nos hace amigos de Dios, hermanos de Jesucristo y herederos de su reino. Nosotros, sin ella, no podemos hacer nada, nada que merezca vida eterna.

¿Pero, cómo el sacerdote puede comunicar a los fieles la gracia? La comunica por medio de esos misteriosos canales que son los Sacramentos.

Era necesario que la transmisión de este fluido celestial fuese realizada según el plan requerido por la naturaleza humana, que, siendo una composición de espíritu y de materia, exige que también las cosas puramente espirituales le sean aplicadas con algo material, que impresione los sentidos, y por los sentidos el alma sea advertida e impresionada de la operación espiritual que sucede en ella; y esto es justamente lo que ocurre por los Sacramentos.[113]

 

 

“Hacemos las veces del Salvador”

 

250.     Nosotros, Venerables Hermanos, estamos llamados y somos ministros de Cristo, enviados por El como El fue enviado por el Padre, escogidos por el Espíritu Santo para el trabajo al cual cada uno de nosotros fue convocado, hombres de Dios enviados al servicio de aquellos que reciben la herencia de la salvación, Sacerdotes del Dios Altísimo, dispensadores de los misterios y de la multiforme gracia de Dios, sal de la tierra, luz del mundo, puestos sobre el candelabro para iluminar a todos los que están en la casa; nos han sido impuestas cargas que serían formidables aún para los hombros de los ángeles, y por lo tanto tenemos suma necesidad de piedad, de celo de las almas, de estudio, para que no sea despreciado nuestro ministerio (...).

Cumplamos todas nuestras acciones, llenos de fe y de Espíritu Santo, cumplamos de la mejor manera nuestro ministerio, glorificando y alabando a Dios, presentándonos en todo como ministros de Dios, en la paciencia, en los esfuerzos, en la dulzura, en la ciencia, en la caridad no fingida, en la castidad, en la piedad, que es útil para todo, teniendo las promesas de la vida presente juntamente a la futura, para la cual debemos trabajar con todas las fuerzas por el celo de las almas, para el perfeccionamiento de los santos a través del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo.

Hacemos las veces del Salvador Jesucristo, y por lo tanto solícitos por la salvación de las almas, obedeciendo a sus mandamientos y siguiendo sus ejemplos, recibamos en forma benigna y ayudemos a todos los fieles, opongámonos firmemente a los vicios y a la hipocresía de los fariseos, sin respeto humano, y reprendamos y supliquemos, con toda paciencia y doctrina, oportuna e inoportunamente, a los obstinados, los encallecidos, los más ignorantes en la catequesis. Evitemos cualquier codicia, y hasta la sospecha de la vanagloria o del interés vil, haciéndonos todo para todos para tratar de ganar a todos para Cristo. [114]

 

 

“La única ambición del sacerdote”

 

251.     Trabajar, esforzarse, sacrificarse en todas las formas para dilatar aquí, en este mundo el reino de Dios y salvar las almas; diría, ponerse de rodillas ante el mundo para implorar como una gracia el permiso de hacerle el bien, he aquí la única ambición del sacerdote. Cuanto él tiene de poder, de autoridad, de industria, de ingenio, de fuerza, todo lo usa para este fin.

¿Peligra la inocencia? Asume su custodia. ¿Se produce una desgracia? Vuela para aliviarla. ¿Estalla un litigio? El es el heraldo de paz. Y aquí se convierte en guía para los descarriados, apoyo para los vacilantes, escudo para los oprimidos; allá, ojo para los ciegos, lengua para los mudos, padre para los huérfanos, madre para los niños, compañero para los presos. Se da todo a todos para ganar a todos para Cristo. Desde el tugurio del pobre corre al palacio del rico, desde el altar a la cabecera de los moribundos, desde el monte al valle, en busca de las ovejas perdidas, y entonces sólo se queda paz cuando puede estrechar una contra su seno, y cargar la otra sobre los hombros, y a ésta vendar las llagas, y saciar aquella con el alimento negado a su boca, nunca tan feliz como cuando antes de acostarse puede recordar una lágrima enjugada, una familia consolada, una inocencia protegida, el nombre de Dios glorificado. [115]

 

 

“La salvación de las almas es nuestra única razón de existir”

 

252.     Trabajen fuerte, activa e incansablemente para ganar almas para Dios y salvarlas: in hoc positi sumus; somos sacerdotes justamente para esto.

La salvación de las almas es nuestra vida, nuestra única razón de existir y toda nuestra existencia debe ser una continua búsqueda de almas. Nosotros no debemos comer, beber, dormir, estudiar, hablar, ni siquiera recrearnos sino para hacer el bien a las almas, sin cansarnos nunca, nunca jamás. Como el cristianismo obliga al cristiano en todas las horas de la vida a conducirse como cristiano, así el sacerdocio obliga al sacerdote a actuar como sacerdote en todas las horas. Lo que el cristiano debe hacer para la salvación de su alma, el sacerdote, y mucho más el párroco, debe hacerlo por la salvación de las almas ajenas, y así se salva. [116]

 

 

“Han recibido la orden de cuidar, no de sanar”

 

253.     Hay una tentación muy sutil, que tal vez se insinúa en las almas de aquellos que tienen autoridad sobre los demás. Ven frecuentemente que a sus esfuerzos no corresponde un fruto inmediato y abundante. La situación es desesperada, dicen, no hay remedio: y se envilecen, se desaniman en el ministerio.

¿Por qué asombrarse si se verifica en los demás lo que el Apóstol experimentó en sí mismo? "Misericordiam consecutus sum, ut in me primo ostenderet Christus Jesus omnem patientiam ad informationem eorum qui credituri sunt illi in vitam aeternam" [Si encontré misericordia, fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en Él para obtener vida eterna] (1 Tim. 1, 16). Por lo tanto, que estos pastores se presenten como ministros de Cristo con toda paciencia, recordando las palabras del Señor: "Alius est qui seminat, alius est qui metit. Ego misi vos metere quod non seminastis. Alii laboraverunt et vos in laborem introistis" [Uno es el sembrador y otro el segador. Yo los he enviado a segar donde ustedes no se han fatigado. Otros se fatigaron y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos] (Jn. 4, 37-38). Siembren la palabra, dejando a otros la siega. Recuerden que, con la ordenación sacerdotal, han recibido la orden de cuidar, no de sanar. Sean, sin embargo, ardientes en la caridad porque "caritas omnia credit, omnia sperat, omnia sustinet" [la caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta] (1 Cor. 13, 7). [117]

 

 

“Espíritu de mansedumbre”

 

254.     Es de importancia fundamental saber cómo se deben cumplir las obras de Dios. Algunos las emprenden con espíritu puramente humano, y por lo tanto obtienen poco o ningún fruto. Saben cuál es el espíritu de Dios "Mitissimus Dei spiritus est et mansuetissimus qui non turbine glomeratur, non in nubilo lucet, sed merae serenitatis, apertus et simplex" (Tertull. ad Marc.). Cristo procedió con ese espíritu, y en esto deben ser moldados sus ministros. Ya que el Señor no se encuentra en la agitación o en el fuego, es necesario continuar en el ministerio sagrado con el mismo espíritu de mansedumbre: "Fili, dice al Sabio, in mansuetudine omnia operatus perfice et super hominum gloria diligeris" (Eccl 3, 19). Sin este espíritu, los párrocos y todos los que se dedican al cuidado de las almas obstaculizarán la propia salvación y la obra de Dios. [118]

 

 

“Sacerdotes de Cristo, la sociedad invoca la obra de ustedes”

 

255.     ¡Sacerdotes de Cristo! No olviden que si alguna vez hubo un tiempo en que la sociedad humana necesitara de ustedes, es el presente. Ella misma invoca la obra de ustedes (...).

Por lo tanto, corran hacia ella, apóstoles de caridad y el ministerio de ustedes sea de salvación, sus palabras agua que calme la sed, pan que alimente, luz que ilumine las tinieblas, medicina que sane.

Profundicen siempre más el conocimiento de las verdades reveladas y en toda forma de estudios. Les corresponde a ustedes corroborar la fe, destruir los prejuicios, sacudir los inertes, reamigar los corazones.

Ámense entre ustedes, ayúdense recíprocamente; sean hombres de sacrificio, sean de aquellos que, según el decir del Apóstol, llevan el misterio de la fe en una conciencia pura. Procuren que a la fe se una la virtud, a la virtud la ciencia, a la ciencia la templanza, a la templanza el sufrimiento, al sufrimiento la piedad, a la piedad el amor fraterno, al amor fraterno la caridad; ya que donde estas cosas estén con ustedes, y vayan aumentándose, no dejarán sin fruto el conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo (...).

Velen, oh hermanos, por la paz de las familias, por la santidad de los matrimonios, por el respeto de los días festivos, por el decoro de la gracia de Dios, por la reverencia de los superiores, por la lealtad en los comercios, por la observancia de la justicia. No se asusten frente a las dificultades y a las contradicciones del mundo.

Compadezcan los defectos de todos, quieran a todos, hagan el bien a todos, a todos sin excepción. Imiten al buen Pastor. Su celo, que une y no lacera, sea el celo de ustedes; su espíritu de mansedumbre, sea el espíritu de ustedes. Aborrezcan al vicio, nunca al culpable. Cuídense todos tanto de una excesiva condescendencia como de una severa rigidez. [119]

 

 

b) LA SANTIDAD DEL SACERDOTE

 

“Finalidad de nuestra vocación es la santidad”

 

256.     Finalidad de nuestra vocación es la santidad (...). Los sacerdotes no sólo están llamados a una santidad personal, sino que también están dedicados a la santidad de los demás. "Yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den frutos y frutos abundantes” (Jn. 15, 16).

Yo los elegí, o sea, los he separado de la culpa, y los he establecido sólidamente en el estado de gracia, con el fin de que vayan, progresen en la virtud y lleven, como fruto de ustedes, los hombres a la conversión: y estos frutos duren, es decir, sea sólida la fe de aquellos que ustedes hubieran asociado a mí.

¿Con qué fuerza y según qué modelo podrán lograrlo los sacerdotes, si no en la fuerza y en el modelo de santidad de Cristo? "Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece unido a la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí" (Jn. 15, 4). El poder del sacerdocio de ustedes está en la participación del sacerdocio de Cristo. En efecto Él, afirma el Tridentino, destinó a los sacerdotes a ser sus vicarios. Por esto deben presentar a Cristo al pueblo fiel tanto en la santidad como en el ministerio. ¿Se acercan los sacerdotes al altar para ofrecer la Hostia Inmaculada? Es necesario que los fieles vean en ellos el amor y la obediencia de Cristo hacia el Padre.

¿El sacerdote sube a la cátedra de la verdad? El mismo lugar exige que se hable de realidades elevadísimas; del mismo modo se requiere que esas realidades se vean encarnadas en el sacerdote, de manera que él reproduzca al Cristo que predica, no a los fariseos (S. Greg., pars. II, c. 3).

¿El sacerdote se sienta en el tribunal sagrado de la Penitencia? Allá especialmente él debe estar modelado y reforzado en la santidad de Cristo. "La mano que se tiende para limpiar las manchas ajenas, tendría que estar ya limpia ella misma, para no ensuciar mayormente lo que toca, si acaso estuviese embarrada" (S. Greg., I, c. 27). [120]

 

 

“La santidad es la pureza consagrada a Dios”

 

257.     La santidad, dice Santo Tomás, es la pureza consagrada a Dios. Pureza no común ni mediocre, sino eminente, como dice Crisóstomo: la santidad es una eminente pureza de mente. Cierto, la mediocridad no conviene al sacerdote: es como una ciudad puesta sobre el monte, que no se puede esconder. La santidad, repetimos, es pureza consagrada a Dios: pureza comprometida en el honor de Dios. La santidad, por lo tanto, junto con la pureza de la mente, exige una inmolación continua: santo, en efecto, es lo que se quema sobre el altar en honor a Dios. De manera que la santidad auténtica significa una vida sacerdotal libre de cualquier vicio y comprometida continuamente en el honor de Dios.

Sin embargo, tememos que la noción, que hemos dado de la santidad, engendre en alguien la idea de una santidad tan lejana a nuestras fuerzas, tan difícilmente accesible, que se la deba reservar para personas que viven fuera del mundo.

No hay ningún motivo para temer, cuando se siente hablar de santidad genuina: la santidad, la perfección propia de esta vida, no es algo absoluto, exento de cualquier imperfección: de hecho hasta el justo peca siete veces al día. La santidad consiste en cambio en un continuo esfuerzo para alcanzarla. Así enseñaba San Bernardo. Es grato citar aquí también la enseñanza de San Agustín al respecto: "es perfecto aquel que no tiene pecados graves, que no descuida los veniales: aquel, en fin, que corre sin cansarse por el sendero de la virtud" (De Perfect. Iust. c. 3). [121]

 

 

“El primer escalón de la santidad es el deseo ardiente y generoso”

 

258.     El primer escalón o medio de la santidad es el deseo ardiente y generoso. Siendo la santidad la meta del sacerdote, a ella deben estar dirigidas todas nuestras aspiraciones. No es suficiente un deseo, una decisión cualquiera: es necesario un deseo y una voluntad que sean comparables con el hambre y con la sed. "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados".

La santidad es la verdadera sabiduría, que es necesario invocar, desear, buscar como la riqueza, desenterrar como un tesoro (...). Nunca nadie alcanzará la cumbre de la santidad, si no la ha anhelado asidua e intensamente. Todos ustedes, Venerables Hermanos, han deseado la santidad: por los frutos, cada uno verifique la intensidad de su deseo.

Del verdadero amor por la santidad brota la frecuente y cotidiana meditación de la ley y de los misterios celestiales. El sacerdote que descuida la meditación cotidiana no será nunca santo, sino que probará la desolación; será "semejante a aquel que contempló su rostro en el espejo; lo contempló y se olvidó cómo era" (St. 1, 23).

Del verdadero amor por la santidad brota el cuidado de purificar la propia conciencia cada ocho días, según lo prescripto en el sínodo: el que lo descuida está lejos del camino de la santidad, porque quien desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá.

Del mismo intenso deseo deriva el examen cotidiano de conciencia: necesario especialmente para los sacerdotes, para verificar lo que edifican sobre el fundamento de la fe, si oro o plata, o heno o paja. En efecto nuestro espíritu, dice Gregorio Magno, está continuamente distraído por las preocupaciones y no nos damos cuenta si no medimos nuestros progresos y retrocesos, entrando en nosotros mismos. [122]

 

 

“La rectitud de corazón”

 

259.     ¿Qué significa un corazón recto? Un corazón que busca únicamente a Dios, un corazón simple, un corazón limpio, como pedía el salmista real: "Cor mundum crea in me, Deus, et spiritum rectum innova in visceribus meis" [Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu recto] (Sal. 50, 12) (...). Es verdaderamente algo grande este corazón recto: origen de todas las virtudes, fuente de santidad, raíz de la vida sacerdotal (...).

Que esta rectitud de corazón sea la primera preocupación del sacerdote. Es con esta disposición que han entrado a formar parte de la milicia de la Iglesia; es con esta disposición que deben perseverar con constancia. Dice el Sabio: "Omni custodia serva cor tuum quo ex ipso vita procedit" [Por encima de todo cuidado, vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida] (Pr. 4, 23). Y es cierto: en efecto, ¿de dónde deriva el entibiarse del santo temor, la inconstancia en la virtud, el débil progreso en el camino de la perfección?, de la debilidad del corazón. ¿Por qué a veces las piedras del santuario están esparcidas en las esquinas de todas las calles y los mismos cedros del Líbano están sujetos a caídas catastróficas?, por un vicio oculto del corazón.

Por lo tanto, el sacerdote, como sabio arquitecto, ponga como fundamento un corazón recto, o sea orientado hacia Dios, para poder luego edificar arriba.[123]

 

 

“Cómo garantizarnos el camino de la rectitud”

 

260.     He aquí cómo garantizarnos el camino de la rectitud: meditar la ley de Dios y conversar asiduamente con Él en la oración. Por lo tanto, quien desee conservar esta rectitud de corazón, que se aplique a la oración.

Así se expresa con respecto a la oración un piadoso escritor: Si alguien me preguntase que es lo que más necesita un sacerdote al cuidado de almas, le diría: de oración, si luego me preguntase qué otra cosa necesita, le repetiría: de oración, y si todavía y repetidamente insistiese con la pregunta, mi respuesta sería siempre la misma.

Comprendan, por lo tanto, la necesidad de la oración. Escuchemos a San Bernardo: La reflexión o meditación, de la cual emana la oración, ofrece estas ventajas: purifica ante todo la mente, o sea la misma fuente en la cual tiene origen; corrige los excesos, regula las costumbres, hace la vida virtuosa y ordenada; procura finalmente el conocimiento de las cosas divinas y humanas.

Es la meditación que clarifica lo que es ambiguo, recompone lo que está disgregado, reúne lo que está disperso; escudriña las cosas secretas, intuye las verdaderas, somete a examen las verosímiles, saca la máscara a las engañosas y fingidas.

Es también la meditación la que programa nuestra actividad y una vez desarrollada, la examina para que no quede nada en nuestra vida que no sea correcto o necesite corrección. Es finalmente la meditación la que en la prosperidad nos mantiene preparados para las contrariedades y ésta es prudencia, mientras en las contrariedades hace que casi no las advirtamos y ésta es fortaleza (San Bernardo, De Consid. I, c. 7). [124]

 

 

“La caridad crece y se nutre con la meditación”

 

261.     He aquí la eficacia de la meditación para la rectitud de corazón y para la integridad de nuestra vida espiritual. De la meditación nos vendrán riquezas incalculables, mientras sin meditación será desolación sobre desolación y absoluta esterilidad de buenas obras. Nunca podremos desarrollar dignamente los deberes de nuestro ministerio si no lo tenemos constantemente ante los ojos en un asiduo e íntimo contacto con Dios.

Vean, por lo tanto, cómo ejercitan su ministerio esos sacerdotes que desperdician el día en contactos y divagaciones exteriores, apagando así el espíritu de oración; más propensos a tratar asuntos mundanos, a la crónica diaria, que a la oración; acostumbrados a hablar continuamente con los hombres, casi nunca con Dios; que raramente encuentran tiempo para la meditación de la mañana, que postergan para las últimas horas del día el deber de la Liturgia de las Horas, casi como si fuese el último de sus deberes: se aburren de tratar con Dios, porque lo aman poco.

Convénzanse que la caridad crece y se nutre con la meditación. "En la meditación, dice el Profeta, se me enciende un fuego" y que esto se diga especialmente de la caridad del sacerdote: él, como ministro de Dios, debe ser un fuego ardiente: "Qui fecit ministros suos quasi flammas ignis" [El que hizo a sus ministros casi como llamas de fuego] (Hb. 1, 7); y su corazón como un altar sobre el cual ofrecer un holocausto perenne: "Ignis in altari meo semper ardebit, quem nutriet sacerdos, subiciens ligna, mane per singulos dies" [Arderá el fuego sobre mi altar sin apagarse; el sacerdote lo alimentará con leña todas las mañanas] (Lv. 6, 5). Todos ustedes lo saben: la meditación cotidiana debe proveer siempre alimento nuevo para la vida sacerdotal, para que este fuego se conserve y se extienda. [125]

 

 

“El buen ejemplo es el distintivo del buen pastor”

 

262.     No será suficiente para el sacerdote ser piadoso y santo ante Dios, en lo íntimo de la conciencia; es necesario que se manifieste así también ante los hombres. Desde el momento que ha sido apartado en la herencia de Dios, es absolutamente requerida en él no sólo la integridad de vida, sino también el testimonio de esta integridad ante el pueblo fiel.

La buena fama es para él un compromiso con Dios, con la Iglesia, con los fieles; el buen ejemplo, como bien saben, es el distintivo del buen pastor, según las palabras de Cristo: "Pastor, cum oves proprias emiserit, ante eas vadit et oves eum sequuntur" [El Pastor, cuando ha sacado todas sus ovejas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen] (Jn. 10, 4) (...).

El sacerdote con responsabilidad en el cuidado de las almas es como una ciudad colocada sobre el monte, expuesto a las miradas de todos; su vida, que no puede mantenerse oculta, no puede quedar sin consecuencias en los demás: en efecto, será ruina o resurrección para muchos. Examinen, por lo tanto, cómo se comportan en palabras y en obras.

El sacerdote es como una luz puesta sobre el candelabro, a fin de que resplandezca para todos los que están en casa: mantenga su eficacia fuerte y penetrante, para inducir a virtud con su ejemplo: la buena conducta del sacerdote es la mejor formación para el pueblo; ustedes saben que no hay nada más eficaz que el ejemplo (...). La predicación santa tiene ya en sí misma su eficacia; sin embargo es doble la eficacia cuando la palabra predicada es santa y el que predica es santo. [126]

 

 

“Dios ha elegido a sus ministros no entre los ángeles, sino entre los hombres”

 

263.     Dios, por un rasgo de su infinita bondad, ha elegido a sus ministros no entre los ángeles, sino entre los hombres: omnis pontifex ex hominibus assumptus, o sea entre criaturas llenas de enfermedad y de imperfección, plasmados en la greda común de Adán, expuestos como todos los demás, y con frecuencia más que los demás, al embate de las pasiones. No hay que olvidar que Dios, comunicando a los sacerdotes sus poderes, no le comunicó su impecabilidad. Si Él permite que alguna hoja del gran árbol caiga en el lodo es para mostrar que estos poderes son independientes del mérito de aquel que los recibe; que no han sido otorgados al hombre para él mismo, sino para el bien de los demás; que la Iglesia no se rige por virtud humana, sino por virtud que le viene desde lo alto. [127]

 

 

“Si los sacerdotes no son ángeles, casi es mejor así”

 

264.     Si los sacerdotes no son ángeles, casi es mejor así, porque saben mejor compadecer y socorrer a los hermanos culpables y míseros: quoniam et ipse circundatus est infirmitate. Pero podemos decir en voz alta que ellos no deben sonrojarse frente a sus censores, y que en su casi totalidad saben honrar su ministerio y, con la ciencia y con la caridad, con la laboriosidad, con la virtud, cumplen el precepto del Apóstol: Ministerium meum honorificabo. [128]

 

 

c) LA ORACION DEL SACERDOTE

 

“El fruto de la predicación y del ministerio depende de la gracia”

 

265.     Vean cuánto celo es necesario y cómo deben empeñarse con todas sus energías. Ya que es por fuerza de su oficio que "se han comprometido a responder por el prójimo, se han dejado atar con las palabras de su boca, se han vinculado con sus promesas. Vayan, por lo tanto, sin demora, importunen al prójimo, no concedan sueño a sus ojos ni reposo a sus párpados" (Pr. 6, 14).

Nada más eficaz se puede aducir para excitar el celo de ustedes. Si recuerdan, ya les he recomendado concluir con la Eucaristía cada uno de sus discursos; aprovechar cada ocasión, oportuna o inoportuna, para dirigir una exhortación eucarística.

Ahora, además les querría sugerir que preparen sus sermones ante el Santísimo Sacramento, de modo de poder transmitir al pueblo las mismas palabras que Cristo les ha sugerido; así hicieron también Moisés y los Profetas.

El sacerdote ante el Tabernáculo debe pedir insistentemente que el hielo de su corazón se disuelva con ese fuego celestial que arde en Cristo; que su alma se llene de fervor divino y pueda llegar a ser así un testimonio de fe ante el pueblo. Saben bien que el fruto de la predicación y del ministerio depende de la gracia, según la palabra del Apóstol: Neque qui plantat est aliquid, neque qui rigat, sed qui incrementum dat Deus.[129]

 

 

“Que los vean con frecuencia ante el tabernáculo”

 

266.     Sería sumamente loable y deseable que el sacerdote en las primeras horas de la mañana se presentara ante el Tabernáculo y allí, casi anticipándose al sol en la alabanza a Dios, hiciese su meditación, se preparase, siempre ante la Santísima Eucaristía, del modo más conveniente para el sacrificio de la Misa; y después de la celebración, se demorase para una debida acción de gracias. Pero, desafortunadamente, sucede con frecuencia que los sacerdotes, sin ninguna preparación y descuidando anteponer cualquier oración, se acercan a celebrar y después de la Misa se distraen enseguida con ocupaciones profanas (...). Soportan de mala gana permanecer todos los días un cuarto de hora ante el Tabernáculo en oración a Cristo y se alejan impacientes como son solamente con respecto a Dios. ¿No podría Cristo, huésped mal atendido y forastero en la casa de ustedes, quejarse así: "Me volví un extraño para mis hermanos y un forastero para los hijos de mi madre"? (...).

Que sus feligreses los vean con frecuencia presentes ante el Santísimo Tabernáculo, ora para el rezo del breviario, ora para el examen de conciencia; vean que se acercan a Cristo antes de salir de casa, para implorar la ayuda y la gracia; y adviertan también que al regreso se presentan ante Él para dar gracias. Bendito ese sacerdote que, interrumpiendo sus ocupaciones, quiera ocupar parte de su tiempo en el culto asiduo de Cristo Señor así habrá aprendido a dar sabor a sus trabajos con el amistoso coloquio con Dios. [130]

 

 

“El frecuente encuentro y coloquio con Cristo”

 

267.     El segundo elemento de la vida eucarística, en el cual el pastor de almas debe servir de ejemplo para el pueblo, es el frecuente encuentro y coloquio con Cristo.

Nada más justo y saludable que este encuentro. Cristo en la Eucaristía es el depósito confiado al sacerdote, es su tesoro. ¿Para un depósito no se requiere quizás una vigilante custodia e inspección? ¿Y el corazón no corre y se detiene allá donde se encuentra su tesoro? Cristo en la Eucaristía es para el sacerdote sabiduría, consejo, defensa y fuerza; la sabiduría que lo ilumina, el consejo que lo dirige, la defensa que lo protege, la fuerza que le hace fácil todo lo que es difícil (...).

Puede ser que en los primeros años de nuestro ministerio sacerdotal hayamos hecho tal experiencia; pero con el pasar del tiempo el oro se oscureció y se empañó su esplendor; nos hemos hecho como aquellos de los que habla el Apóstol, simuladores de una piedad que es sólo una máscara. He aquí que ya desde hace veinte, treinta o cuarenta años estamos en íntima relación con Cristo en este sacramento, pero de su plenitud poco hemos recibido. ¡Y mientras como partícipes, o mejor como artífices de este ministerio, enriquecemos a los demás, nosotros nos vamos agotando en nuestra miseria! ¿Pero por qué? ¿No es quizás porque nuestra fe languidece? Tomamos contacto con la materialidad de este misterio, mientras no sabemos penetrar suficientemente en su íntimidad: son voces mudas para nosotros las que nos hablan de Cristo en este Sacramento. [131]

 

 

“Avisos al Clero”

 

268.     Tengan continuamente presente en la memoria la vocación con la cual Dios los ha honrado.

Animados por este vivo y continuo recuerdo, revístanse de virtudes de tal manera que los demás puedan ver resplandecer en ustedes, como en un faro, la santidad que, si debe ser grande en los otros estados de vida, en medida más amplia la deben poseer ustedes, ministros de Dios y dispensadores de la gracia divina.

Empéñense por llevar en la tierra, casi ángeles de Dios, una vida tan celestial que emanen para los demás ejemplos de virtudes divinas.

En la conformidad de un solo y mismo espíritu, ocúpense del culto divino, de la meditación de las cosas celestiales, de la oración, del estudio de las ciencias sagradas y eclesiásticas. Abandonen las vanidades y las seducciones del mundo; desligados de todo vicio, caminen rectamente por el camino del Señor. Abracen con ímpetu la caridad, fuente de todas las virtudes. Cultiven la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la justicia, la templanza, todos los deberes de la piedad cristiana.

Piensen y hagan todo lo que es púdico, verdadero, santo, religioso.

Cultiven asiduamente la oración.

Con ánimo puro y atención viva dediquen media hora diaria a la oración mental. Sea, en lo posible, la primera ocupación de ustedes. De hecho, es la base y el fundamento de la vida sacerdotal. Si le son fieles, esperen de ella todo bien.

Celebren santa y religiosamente la Misa. Prepárense para la celebración con viva piedad, meditando profundamente tan grande misterio. Para celebrar dignamente, examinen cuidadosa y frecuentemente sus conciencias. En la acción del Santo Sacrificio cuídense de errores.

No pase día sin una visita de adoración y de súplica a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía.

Cultiven una devoción ardiente al Sagrado Corazón de Jesús, a la Bienaventurada Virgen María, a San José y a los Santos Patronos.

Si quieren conservar y acrecentar el espíritu de piedad, no descuiden ningún día y por ningún motivo el examen de conciencia del mediodía y de la noche, la lectura espiritual, el rezo del Santo Rosario.

Por misericordia divina han sido constituidos en el Orden Sagrado para conservar y promover la gloria de Dios: traten, por lo tanto, de cumplir este ministerio guardando su dignidad y decoro.

El modo de vestir, de caminar, de comportarse de ustedes no se revele nunca en contraste con el Orden que han recibido. Confórmense con una mesa frugal y con muebles y útiles modestos.

Huyan de la fastuosidad, del lujo, de la caza de honores, de la ambición y de la vanidad. Observen escrupulosamente la templanza de la vida clerical.

También el modo de hablar de ustedes sea coherente con esta línea: nada de trivial, de frívolo, de indecoroso en sus discursos.

Fortifiquen su corazón, que no busque cosas fútiles, pasatiempos mundanos, tonterías.

Gobiernen sus sentidos, que no se hagan siervos de las pasiones, mientras Dios nos los ha dado como siervos de la razón.

Simple y púdica sea la mirada de ustedes, casto y prudente el oído, casta la mente, castos todos los sentidos, casto y espiritual el modo de vivir y de comportarse.

Para mantenerse castos, pónganse en estado de defensa. No se inmiscuyan en asuntos mundanos.

No sean ávidos de dinero o de ganancias. Si son pobres, no aspiren a hacerse ricos, si no quieren caer en muchas tentaciones y en el lazo del diablo. Lleven su pobreza sin fastidiarse: la pobreza fue amada y enseñada por el maestro celestial Jesucristo, acostado en un pesebre al nacer y muerto desnudo en la cruz.

Nada le puede faltar a quien le teme a Dios e invoca su santo nombre: tanto menos a los sacerdotes religiosos y santos.

Distribuyan las rentas eclesiásticas a los predilectos de Cristo: a los pobres, a las viudas, a los enfermos, a los peregrinos, a todos los indigentes y hambrientos. Si no les dan el sustento necesario, son reos de lesa caridad ante el Señor.

Todo el tiempo que les sobra del culto divino, de la meditación y de la oración, de las ocupaciones sacerdotales, no lo gasten en el ocio y en la vana curiosidad, sino como hombres llamados in sortem Domini, mediten su ley día y noche.

Cultiven, por lo tanto, con gran diligencia el estudio de las cosas sagradas, que deben amar, tanto que quien las desprecia oirá decir por el Señor "Ya que tú has descuidado la ciencia, yo te rechazaré, no te quiero como mi sacerdote".

Tengan entre las manos día y noche la Sagrada Escritura. Consulten asiduamente los textos de dogmática y de moral, el derecho canónico, los libros litúrgicos, la historia de la Iglesia, así como las obras de los Santos Padres.

Como dice San Jerónimo, estén todos en comunión con la cátedra de Pedro, o sea con el Sumo Pontífice. Nosotros, como miembros de un único cuerpo, no sólo debemos obedecer al augusto Jefe de la Iglesia, sino también querer, pensar, sentir con él, como si, carentes de una voluntad distinta, pensáramos, habláramos y operáramos por su intermedio.

Sobre un punto de tanta importancia, es necesario cuidarse absolutamente de sofismas, argumentos falaces, titubeos, interpretaciones arbitrarias, que no convienen a un sacerdote y huelen ya de defección. ¡Lejos de nosotros semejantes cosas! Obedeciendo en cambio a su palabra, demostremos una sólida disciplina, en la cual reside la fuerza de toda institución social.

Sean todos, delante de Dios y del Pueblo, un solo corazón y una sola alma con el Obispo, no olvidando jamás la grave sentencia de San Ignacio Mártir: "Los que son de Dios y de Cristo están con el Obispo", y la otra de San Cipriano: "El que no está con el Obispo no está con la Iglesia".

Por lo tanto, alejando las discordias, que no raramente el enemigo intenta sembrar, especialmente en nuestros días, entre el pastor y el rebaño, manténganse estrechamente unidos al pastor que Dios les ha dado, y con él, posponiendo cualquier consideración humana, sean solidarios en toda buena obra. Sea para ustedes sagrada la autoridad de su Obispo.

Tengan por cierto que el ministerio sacerdotal, si no está ejercitado bajo el magisterio del Obispo, no será ni santo, ni eficaz, ni provechoso.

Cuiden diligentemente la obediencia. La prometieron en forma solemne al Obispo. Desde el momento en que han sido ordenados sacerdotes, ya no pertenecen más al mundo, a la familia, a ustedes mismos, sino a la Iglesia.

Huyan de aquellos curas, cualquiera sea su dignidad e inteligencia, que no están sincera y abiertamente con su Obispo.

Ustedes párrocos miren siempre a Cristo, príncipe de los pastores, como al modelo preferido. Como preceden en el honor y en la dignidad, así den ejemplo en la virtud y en el solícito cumplimiento de sus deberes.

Ante todo deben conocer a sus ovejas, guiarlas y cuidarlas. Confeccionen y conserven cuidadosamente los registros parroquiales. Infórmense de la vida y de las costumbres de sus parroquianos.

Velen para que en su pueblo no se introduzcan supersticiones y no se difundan impunemente libros malos y diarios antirreligiosos.

Individualicen a los corruptores de la gente. Procuren sacarlos del camino de la corrupción con todos los medios que la caridad les puede sugerir.

Tengan en cuenta a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a todos los que necesitan ayuda. Socórranlos con el consejo, con el consuelo y con la ayuda; si ustedes no tienen posibilidades, exhorten calurosamente a otros para que los ayuden.

Nutran especialmente al pueblo que se les ha confiado con la predicación de la palabra de Dios, con saludables amonestaciones, con la administración de los sacramentos, con el ejemplo y con la oración.

Catequicen a los niños. Exhorten a los padres y a las madres a acompañar ellos mismos a los hijos, a las hijas, a los familiares al catecismo.

No omitan, especialmente los domingos y días festivos, explicar a los fieles el evangelio u otras lecturas durante la Misa y de ilustrar el misterio del santísimo sacrificio, para que, instruidos con mayor cuidado, asistan más religiosamente.

Por lo menos en los domingos y en las fiestas solemnes catequicen, en la medida de su capacidad, a las poblaciones confiadas a ustedes y nútranlas con palabras de salvación.

Adviertan con frecuencia y cálidamente a los padres su deber de educar religiosamente a su familia en la escuela de las virtudes cristianas. Convénzanlos a tener en casa libros, aprobados por ustedes, para leerlos, especialmente en los domingos, y formarse a sí mismos y a la familia para una vida santa.

"Custodia el depósito": reflexionen que se lo dice a cada uno de ustedes, para que pongan todo el pensamiento y los cuidados en custodiar al rebaño de ustedes, como un depósito confiado a la fiel solicitud de ustedes, para que sea guardado diligentemente y preservado del mal.

Insistan oportuna e inoportunamente, también con advertencias privadas, consejos, correcciones, reproches, para llamar a los pecadores al camino de la salvación, con la ayuda de la gracia divina.

Son partícipes de nuestros esfuerzos y de nuestra solicitud, son obreros de la mies confiada a nosotros: trabajen y combatan con nosotros, para que podamos, con la ayuda de la misericordia divina, recoger, como grano bueno, a nuestro pueblo en los graneros celestiales.

Ustedes, sacerdotes jóvenes, que como coadjutores ayudan a los párrocos, no presuman de exigir de ellos más de lo justo. Vivan en la casa parroquial como amigos fieles, sin comentar a los extraños lo que les sucede. Cultiven por su párroco reverencia, amor, obediencia; cubran con piedad filial los eventuales defectos.

Ustedes clérigos, brotes de olivo, delicia del padre, pensamiento primero y dulcísimo del pastor, compórtense como lo requiere el estado eclesiástico. Son clérigos, es decir herencia del Señor, y Dios mismo es la herencia de ustedes: compórtense como tales, de modo de poseer a Dios y de ser por Dios poseídos. Ponderen cuanto sea necesario estar dedicados a sus deberes, de cuanta castidad de vida y de costumbres deben resplandecer. Los ha elegido el Señor, para que estén delante de él y lo sirvan [132]

 

 

d) LA CIENCIA DEL CLERO

 

“La Iglesia está fundada sobre la fe, pero es necesaria la ciencia”

 

269.     Sin lugar a dudas, si ninguna sociedad humana puede estar constituida y subsistir sin la ciencia; si no es posible ejercer ningún oficio en la sociedad civil sin una ciencia adecuada, cuanto más la Iglesia crecerá y aumentará con la ciencia y las obligaciones eclesiásticas serán cumplidas como es debido y producirán frutos. La Iglesia está fundada sobre la fe, pero es necesaria la ciencia para generar y custodiar la fe; en la ciencia se genera, nutre, defiende, fortifica esa fe saludable que conduce a la beatitud: la mayor parte de los fieles, según lo que afirma San Agustín, no posee esta ciencia, aún si posee la fe saludable.

La ciencia, como custodia la fe, así custodia la integridad de las costumbres. Pero en nuestro tiempo los hombres desdeñan o rechazan esta ciencia de las costumbres y de la fe: algunos por odio, otros para poder seguir adelante libremente con sus vicios, otros también porque los sacerdotes no saben exhortarlos a la sana doctrina y a enfrentar a los opositores. La necesidad de la ciencia del sacerdote por lo tanto aumenta. En efecto, se debe defender la doctrina de la fe no sólo en las ciudades, sino en todo lugar, porque en todas partes el enemigo ha sembrado la cizaña del error: y éste es el deber del sacerdote, custodio de la fe y vindicador de la integridad de las costumbres. ¿Pero cómo podrá defenderla y conservarla si la ignora o no la comprende correctamente?

Por lo tanto, es un mal la ignorancia y la negligencia del sacerdote con respecto a la ciencia. Ante todo, porque quien evita instruirse caerá en el mal (Prov. 17, 26); en segundo lugar, porque el pastor ignorante será escarnecido por aquellos que lo circundan; finalmente, porque será testimonio de la corrupción del pueblo y no podrá ponerle remedio. ¿Qué se puede esperar del ministerio del sacerdote que no posee la debida ciencia? ¿Cuál será la fe en los actos del culto divino, cuál la dirección segura en el tribunal de la Penitencia, cuál la vigilancia del rebaño que le fuera confiado? Es el siervo inútil, al cual está reservada la pena merecida: será arrojado a las tinieblas con las manos y los pies atados.

Si la Iglesia alguna vez ha sufrido daños por la defección de los pueblos y por la corrupción de las costumbres, se lo debe atribuir especialmente a la ignorancia de sus ministros. [133]

 

 

“Dos cualidades hacen completo al hombre de Dios: la santidad y la ciencia”

 

270.     Dos cualidades hacen completo al hombre de Dios: la santidad, que lo hace grato a Dios, y la ciencia, con la cual instruye a los fieles (...). Sin la ciencia el sacerdote causa gravísimos e irreparables daños a la Iglesia.

Ella experimenta cada día y siempre más dolorosamente el peligro que representa que el pastor no logre hallar las pasturas, que el guía ignore el camino a recorrer, que el vicario no conozca la voluntad del Señor (S. Bernard. Declam.).

No es suficiente que el sacerdote resplandezca sólo por santidad o sólo por doctrina. ¿Dónde están aquellos que afirman que para el sacerdote sólo es suficiente la inocencia? (Hier. ad Fabiol). No es suficiente que los prelados se comporten bien y sean de costumbres íntegras, si no se agrega el conocimiento de la doctrina (Grat. Test. 26, c. 2), ya que el comportamiento recto de un sacerdote sin la palabra, mantiene ciertamente a los santos en la santidad mediante el ejemplo, pero no puede conducir a los errantes y a los ignorantes al conocimiento de la verdad (Chrys. hom. 10 in Math). Por otra parte la ciencia sola es peligrosa, si la vida está manchada por malas obras.

En efecto, el solo resplandecer es vano; el solo arder es insuficiente: el arder y el resplandecer constituyen la perfección. [134]

 

 

“La necesidad del estudio”

 

271.     Si bien nadie niega la necesidad de la ciencia, pocos se aplican verdaderamente para adquirirla.

Hay algunos que antes de tomar posesión de parroquias, se dan con pasión al estudio; pero obtenido el beneficio, arrojan los libros, convencidos de haber aprendido bastante para las necesidades del pueblo inculto al cual son destinados. Vana excusa, Venerables Hermanos. Aunque si en la mayor parte de los casos es cierto que una ciencia común es suficiente para las cuestiones ordinarias, con frecuencia se encuentran dificultades y complicaciones de las cuales no es fácil desenredarse. Por lo tanto, imiten a los médicos y a los abogados más diligentes que, cuando están libres del cuidado de los enfermos o de la defensa de las causas, se dedican a la consulta de los libros de su profesión. Dedíquense, por lo tanto, a un estudio intenso para ofrecer una solución conveniente a las nuevas dificultades que se presentan. Como los soldados manejan las armas aún cuando no existe peligro de invasión enemiga, así los sacerdotes, si no quieren manchar gravemente su conciencia, no cesen nunca de usar los libros, que son sus armas. [135]

 

 

“La ciencia de los santos”

 

272.     La ciencia de los santos se resume en tres puntos:

1) la ciencia a la cual deben atender los sacerdotes es el conocimiento de los medios de perfección: por lo tanto, aprendan el método de la oración y de la meditación, posean a la perfección el método del examen de conciencia y de los ejercicios de piedad;

2) dedíquense al estudio en lo que respecta al sacrificio de la Misa y los demás Sacramentos y al rezo del Oficio Divino, de modo de conocer, según su posibilidad, el significado de los ritos y de las ceremonias;

3) la ciencia que sirve directamente a la dirección de las almas, o sea la teología dogmática, moral, ascética y mística. Cada uno debe tener junto a sí un texto de autor aprobado, relativo a alguna de esas materias y consultarlo atentamente todos los días. Estas son las obras principales que sirven para la adquisición de la ciencia para nuestros sacerdotes: las recomendamos cálidamente a todos y a cada uno.

Mientras recomendamos esta ciencia a nuestro clero, no condenamos en absoluto la cultura profana: pero, una vez asegurada la ciencia eclesiástica, una vez más elogiamos a las demás. Alto honor para el estado eclesiástico, si alguno de sus miembros compite para arrancar la palma a los laicos aún en las otras ciencias. Dios es el Señor de las ciencias y es necesario conducir de nuevo también las ciencias profanas a obedecer a Cristo. [136]

 

 

e) LA PROMOCION DE LAS VOCACIONES

 

“Multiplicar a los sacerdotes es lo mismo que dar vida a todas las obras buenas”

 

273.     Multiplicar a estos sacerdotes es lo mismo que dar vida a todas las obras buenas imaginables.

Hermanos míos, decía a sus misioneros ese incomparable héroe de la caridad que fue San Vicente de Paul, pensemos hasta que queramos, y descubriremos que no hay cosa más grande a la que se puede contribuir que a formar un buen sacerdote.

¿Quieren conocer el mérito superabundante que adquiere el que recibe en el Seminario a los pequeños del Señor? Escuchen al mismo Jesús: Quien los recibe, les dice a sus Apóstoles, me recibe a mí; y el que haya dado de beber a uno de éstos pequeños un sólo vaso de agua fresca en consideración a mí, en verdad les digo: no quedará sin su recompensa. Cuál va a ser después esa recompensa, escuchen nuevamente a Jesucristo: El que recibe un profeta como profeta, recibirá la recompensa del profeta; vale a decir, como explica Crisóstomo, el que ayuda a formar un ministro del Evangelio y, como tal, le presta auxilio, él tiene parte en todo el bien que hace el ministro, y tendrá de Dios la misma recompensa que tendrá el ministro, recompensa inmensurable. [137]

 

 

“Empéñense por preparar casi otros tantos ustedes mismos”

 

274.     Mis amados hermanos, párrocos y sacerdotes queridísimos, empéñense por preparar desde ahora casi otros tantos ustedes mismos que valgan luego para compensar la Diócesis, cuando tenga el dolor de perderlos a Ustedes. Para tal fin observen si en sus parroquias va creciendo algún niño de ingenio abierto, de índole genuina, de carácter vivaz, pero al mismo tiempo estudioso, dócil, modesto, de castas costumbres y atraído por el servicio del altar. Cuando lo encuentren, comiencen a cultivarlo con especial cuidado: se lo recomiendo. De acuerdo con sus padres, vean de adscribirlo en la sagrada milicia (...).

¡Feliz el párroco que haya cooperado para dar por lo menos un sacerdote a la Iglesia! Aunque quizás no haya trabajado en el campo del Dueño evangélico con toda esa diligencia y cuidado, con todo aquel fervor que la necesidad de los tiempos requería, podrá por lo menos presentarse lleno de confianza ante el divino Juez, sabiendo que deja quien continúe sobre la tierra su celestial misión, sabiendo que por su intermedio proseguirá en cierto modo evangelizando, instruyendo, presentando siempre nuevos manojos de espigas al Dueño de la mies. [138]

 

 

“Feliz el que da un sacerdote a la Iglesia”

 

275.     Tampoco deben temer que se defrauden las esperanzas de ustedes. Aún cuando sobre el árbol de la caridad no viesen aquí abajo madurar los frutos deseados, esos frutos madurarán para beneficio de ustedes en los canteros del Paraíso. Saliendo de la metáfora: en presencia del Señor la obra virtuosa jamás se pierde. Aún cuando de los jóvenes levitas, reunidos en el Seminario, los más estuviesen obligados a dejarlo, y sólo pocos pudiesen alcanzar la meta, esos pocos sin embargo valdrían un tesoro, serían un gozo del cielo y de la tierra.

Entre cien gotas de lluvia que caen al suelo, noventa y ocho se convierten en fango; pero de las otras dos, una cae sobre la frente del niño en la pila bautismal y dona un hijo a la Iglesia; la otra cae en el cáliz del Sacerdote, se junta con la Sangre de Cristo y dona Dios a los hombres. ¡Feliz, repito, mil veces feliz, el que da un Sacerdote a la Iglesia! [139]

 

 

“Cuántas vocaciones perdidas por culpa de los padres”

 

276.     Ustedes saben bien cuántas vocaciones preciosas se pierden miserablemente por culpa de los mismos padres. No descuiden, por lo tanto, poner bajo los ojos de los padres y de las madres las terribles consecuencias, de las que se hacen responsables ante Dios, cuando se oponen directa y abiertamente a la vocación de sus hijos, cuando con resistencia invencible le cierran las puertas del Santuario, cuando con lisonjas y amenazas obligan a arrastrar las innobles y pesadas cadenas del mundo a quien había nacido para extender sobre la tierra el reino de Dios.

Prevénganlos de ese amor desordenado y sensual que a algunos de ellos les hace considerar casi perdidos para la familia y para el linaje aquellos hijos suyos que visten el uniforme sagrado. ¡Oh cuántos ejemplos vemos nosotros de padres que después de haber obstaculizado la vocación de los hijos por objetivos terrenales, se dan cuenta, pero demasiado tarde, de haber preparado para sí mismos y para los hijos una vida de infelicidad y desventuras!

Recuérdenles, por lo tanto, venerables hermanos, que si deben cuidarse de empujar a los hijos por un camino que no es el de ellos, deben también cuidarse de retraerlos de aquel al que Dios los llama. Enséñenles cómo, lejos de contrastar esa vocación y lamentarse, deben, mediante la educación cristiana, cultivarla, desarrollarla, defenderla y considerarse muy honrados, como en los tiempos más hermosos de la fe se consideraban honrados nuestros mayores. Díganles también que la vocación al misterio sagrado es como un germen delicadísimo puesto por la misma mano de Dios en el alma que viene a peregrinar sobre la tierra. ¿Pondrán ellos ese germen en condiciones propicias? Con movimiento veloz lo verán crecer, florecer, dar fruto. ¿Lo pondrán en condiciones adversas? El morirá inevitablemente sin un milagro de la omnipotencia divina. [140]

 

 

“Los seminarios: los amo como a la pupila de mis ojos”

 

277.     También la Diócesis de Piacenza tiene sus Seminarios y ciertamente a mí nada me preocupa más que estos queridos Institutos Religiosos. ¡Oh! sí, yo los amo, los amo como a la pupila de mis ojos, porque es en las crecientes esperanzas del sacerdocio que yo veo una prenda de la futura prosperidad de mi rebaño. Por eso me sometí de buen grado a enormes sacrificios, por esto yo continúo haciendo hoy todo lo que me es posible, pero mis solas fuerzas, oh queridos, no bastan. Tengo necesidad, mucha necesidad de la ayuda de ustedes (...).

Nuestros Seminarios son pobres y pobres son generalmente los jovencitos admitidos. Como es notorio, casi todos salen de familias poco o nada provistas de bienes de fortuna, y por lo tanto más o menos necesitados de auxilio, aunque la cuota sea mínima.

¡Qué dolor para el corazón de un Obispo tener muchas veces que negar el ingreso al Seminario a jovencitos de hermosas esperanzas, y ello justamente por falta de medios! ¡Qué dolor sentir decir que otros, de esperanzas todavía mejores, por el mismo motivo, deberán volver nuevamente a sus familias, sin que él pueda proveer!

Solamente la caridad de ustedes, hermanos e hijos míos, puede sacarme de estas angustias; y es justamente con ella que yo cuento. Yo espero que también esta vez no haya recurrido a ella en vano.

Yo quisiera que cada parroquia, o por lo menos cada Decanato de la Diócesis, se propusiese sostener en el Seminario una beca para los clérigos pobres. [141]

 

 

“Tengo los seminarios llenos”

 

278.     Tengo los seminarios no sólo llenos, sino rebosantes de Clérigos y, aunque quisiese, no podría aceptar jóvenes de otras Diócesis. Los sacerdotes, usted lo sabe, son como los remedios, no hay que tomar más de lo necesario, porque de otro modo surgen problemas. Dentro de algunos años, si sigue a este ritmo, yo no sabré más dónde colocar todos los míos. Es la reacción de Dios, que responde así a quien quiso empobrecer el Clero para disminuir sus filas. [142]

 

 

“Me llamaría afortunadísimo si viese a muchos de mi Clero dedicarse a las Misiones”

 

279.     Me llamaría afortunadísimo si viese a muchos o por lo menos a algunos de mi Clero dedicarse a la obra sublime de las Misiones. Aunque también aquí la penuria de sacerdotes comience a hacerse sentir, yo no obstante, lejos de oponerme, tendría para ellos sólo palabras de encomio y de estímulo, ya que estoy persuadido que uno de los medios más eficaces para mantener la fe entre nosotros, es la de procurarla a los pueblos que todavía no la poseen. Adscrito ya a este Instituto de las Misiones, e impedido de pertenecerle personalmente por voluntad del ya desaparecido Mons. Obispo de Como, pertenezco a él siempre con el afecto y formulo votos ardentísimos para que Dios lo haga próspero y lo bendiga y pueda corresponder por número y por el valor de las personas a su tan noble fin. [143]

 

 

 

5. EL LAICO

 

Cada hombre es intérprete y sacerdote del universo, lee el libro de las realidades terrenales y alaba al Autor, Señor y Padre. El laico descubre y revela en las realidades temporales el reflejo de la eternidad. Es el sacerdote de la casa y de la sociedad civil.

Es apóstol de la verdad, de la palabra, del ejemplo, de la caridad, de la verdadera civilización, del auténtico progreso. Por el bautismo es sacerdote, por la confirmación es soldado y testigo.

En cooperación y comunión con el sacerdocio ministerial, ofrece una contribución suya propia e indispensable para la regeneración cristiana del mundo. La Iglesia es suya, como lo es de los eclesiásticos. Como cosa propia la ama, la defiende, la anuncia con coraje. No se avergüenza del Evangelio: en un siglo laicizado lo testimonia abiertamente, con la profesión explícita de la fe, con la coherencia, con la energía de las propias convicciones, con la actividad concorde y disciplinada.

 

a) EL SACERDOCIO DE LOS FIELES

 

“El hombre intérprete y sacerdote del universo”

 

280.     Si nosotros no somos el último fin de las cosas creadas, ciertamente en el orden físico somos su fin inmediato, ya que todas nos están sometidas, todas nos sirven: constituisti eum super omnia opera manuum tuarum; omnia subiecisti sub pedibus eius.

En efecto, ¿por qué difunde el sol los torrentes inexhaustos de su luz? ¿Quién arrebata a la electricidad sus fuerzas, destinándola a recorrer determinados caminos, a hacerse instrumento de tracción, de movimiento, de vida nueva? ¿Quién constriñe un rayo solar a transformarse en mágico pintor de las obras de la naturaleza y del arte? ¿Quién sujeta el aire y el vapor a su carro para vencer en la carrera el vuelo de los pájaros? ¿Quién mide con el cálculo la distancia de los planetas, su superficie, determina el peso, analiza la sustancia? ¿Qué criatura explora el camino de los astros centellantes? ¿Por qué Dios ha creado con tanta magnificencia los tesoros del firmamento, de la tierra y del mar?

Todas estas maravillas no se explican, todas estas cosas no tienen razón de ser, de multiplicarse, de durar sin el hombre; todas en su propia naturaleza y fin revelan la necesidad del hombre en la creación; quizás sin él caerían en la nada primitiva. Nosotros somos el fin inmediato, temporal, subordinado de su existencia y duración.

El universo, por lo tanto, es para nosotros como un gran libro, en el cual están registrados los innumerables beneficios del Creador; nos permite leer sobre la faz de las cosas la palabra del amor, de la sabiduría, de la omnipotencia de Dios, que de la nada las sacó para nosotros y para nosotros las preserva de volver a entrar en la nada. ¡Al hombre, por lo tanto, está asignado el honor y el deber, en la impotencia de las demás criaturas, de hacerse para ellas intérprete y sacerdote del universo al entonar en presencia de la naturaleza el himno de gloria y de reconocimiento universal al creador! [144]

 

 

“Ciudadano de los años eternos”

 

281.     La religión católica que ha hecho conocer al hombre su grandeza revelándole claramente ese fin altísimo al cual está ordenado, le ha impuesto también deberes proporcionados a la sublimidad de ese fin. El cristiano ya no puede más restringirse en su operar entre los angostos límites de la razón y del tiempo, sin renegar su origen divino y su noble destino.

Ciudadano de los años eternos él debe abrazar con el pensamiento ese horizonte inmenso que la revelación ha abierto a su mirada, donde la tierra no figura más que como un reflejo del cielo y la eternidad como la última sanción de las humanas acciones. Considerados bajo este aspecto (que es el único verdadero), los acontecimientos más estrepitosos pierden toda su importancia, o mejor dicho, no tienen otra importancia que la que les deriva de la Religión, involucrada por mil relaciones en todas las realidades humanas. El advenimiento y la caída de los imperios, las revoluciones de los pueblos, el agitarse y el mezclarse de las naciones, son como el juego de un poco de polvo en la inmensidad del espacio. Solamente la religión aparece como la única realidad verdaderamente importante, y su propagación y su triunfo, como la suprema razón de la providencia divina en los eventos humanos.

En este designio grandioso nada se ve ya aislado; un ser se liga a otro, una acción a la otra, todos los individuos como todas las naciones cumplen con su tarea y la parte de trabajo asignada para la perfección del edificio. Cumplirla, es un corresponder a las intenciones de la Providencia, un entretejer en el tiempo esa corona eterna de justicia que San Pablo veía ya sobre su frente antes de morir, dejarla imperfecta, es un perturbar el orden, establecido por Dios, un traicionar su expectativa; es un agravarse a sí mismos con la culpabilidad de ese siervo que enterraba el talento en cambio de hacerlo producir.[145]

 

 

“También ustedes laicos deben ser apóstoles”

 

282.     También ustedes deben ser Apóstoles, o hermanos; o sea hombres de acción y sacrificio, celosos del honor de Dios, del honor de la Iglesia, de la salvación de las almas. ¿Quizás no pueden también ustedes, si bien laicos, ejercitar, en el pequeño mundo que los rodea, el apostolado de la palabra, usando en el conversar, en el instruir, en el corregir un lenguaje que edifica? ¿el apostolado del ejemplo, profesando abiertamente, sin reparos humanos, su fe? ¿el apostolado de la caridad, socorriendo a los pobres, visitando a los enfermos, consolando a los afligidos, haciendo el bien a todos? ¿el apostolado de la civilización, cooperando en la destrucción del pecado que hace míseros a los pueblos y al incremento de la justicia que hace prosperar a las naciones? ¡Sí, sí! En las necesidades supremas de la patria cada ciudadano es un soldado. En las supremas necesidades de la Iglesia cada creyente debe ser un apóstol, ferviente y generoso. [146]

 

 

“También el laicado tiene su misión apostólica”

 

283.     ¿No son también los laicos soldados de Cristo? Por lo tanto, ellos también deben empuñar en sus manos las armas en apoyo y defensa de su reino (...). La acción del clero tiene límites que él no puede pasar, sea por deficiencia de medios, sea por limitación de formas, sea por razones de conveniencias, sea por la oposición que se le hace. El laico puede estar donde no puede ir el sacerdote; frecuentemente su exhortación es mejor aceptada que de boca de un sacerdote (...). También el laicado tiene su apostolado y, permítanme decirlo así, su misión apostólica. [147]

 

 

“Todo cristiano nace apóstol”

 

284.     No todos, es cierto, están llamados como los Apóstoles a predicar el Evangelio, pero todos están obligados en proporción y conforme a su estado, a custodiar la causa de la religión, a sostener su defensa, a promover su gloria, ya que todo cristiano, escribe Tertuliano, nace Apóstol, para impedir que se acreciente el partido del error, se destruya el campo del divino Agricultor, se hagan cismas y divisiones y crezca esa frialdad mortal, peor que la muerte, que impide la atención a los propios deberes, a la piedad, a la palabra de Dios, a la enmienda de las costumbres, al ejercicio de las virtudes cristianas (...).

Quien no siente la necesidad de tomar parte en el Apostolado para la defensa de la verdad y de la Iglesia, es signo que no ha recibido los dones del Espíritu Santo, que no puede permanecer ocioso cuando entra en un corazón. El es un espíritu activo, fecundo, lleno de eficacia y de virtud y quien lo tiene dentro de sí habla con mucho gusto de Dios y de las cosas divinas, está lleno de celo para instruir a sus hermanos en las verdades de la doctrina cristiana, se declara siempre listo para morir por la causa de Jesucristo y de su Iglesia. [148]

 

 

“No son ustedes una vejez en el ocaso, sino una juventud que surge”

 

285.     Si puede parecer lejano el tiempo en que la sociedad desviada vuelva al recto sendero, ustedes especialmente, queridos buenos laicos, a los cuales la apostasía social despierta repugnancia y horror, a los cuales el nombre de Dios es nombre de reverencia y de afecto, ustedes pueden apurar la hora suspirada y disponer los ánimos de sus hermanos al arrepentimiento, profesando ustedes en presencia de todos la fe, gloriándose del carácter de cristianos, redoblando la laboriosidad y adscribiendo al honor de ustedes poder servir al Señor, poderlo glorificar en sus discursos, en los escritos, en los distintos encuentros de la vida.

Ustedes pueden mucho, ya que, como bien los definió un insigne publicista, no son una vejez en el ocaso, sino una juventud que surge. Les toca a ustedes adueñarse de la sociedad, rehacerla cristiana, trabajando con amplitud de ideas, con tenacidad de propósitos, a fin de que el espíritu católico se introduzca en todas partes e impregne todo lo que es parte y elemento de la vida intelectual, moral y con frecuencia también física del hombre.

¡Cuántas enseñanzas que, por lamentables prejuicios, se hacen sospechosas en los labios del clero, no causan en cambio profunda impresión en los del seglar! ¡Cuántas puertas, que permanecen cerradas ante el ministro de Dios, se abren de par en par ante el hombre del mundo, que podría, queriendo, llevar consigo el tesoro inestimable de la fe! ¡cuántas maneras de acercarse a los hermanos, con los que ustedes tienen relaciones cotidianas indispensables, para desengañarlos, hablar dignamente de Jesucristo y de su Iglesia, que no se ofrecen o se ofrecen muy raramente al sacerdote! ¡Qué apostolado podría ser el de ustedes en la sociedad y qué fecundo! [149]

 

 

“Ustedes son los sacerdotes de la casa”

 

286.     La obra de los sacerdotes no podría alcanzar enteramente su objetivo, si no viniese coadyuvada por los progenitores. A ustedes por lo tanto, queridos padres, queridas madres, a ustedes que hacen sus veces, todavía una palabra más. Los labios de los padres, escribe San Gregorio Magno, son los primeros libros de los hijos. Sí, corresponde a ustedes educarlos, como enseña el Apóstol, en la disciplina y en la instrucción del Señor, o sea en su santa ley y en su doctrina evangélica.

Como desde la cuna los acostumbran a reverenciarles, a hacerles un saludo, una caricia, a balbucear con sus labios infantiles los nombres de ustedes; así desde la cuna acostúmbrenlos a unir sus manitos para saludar devotamente al Señor; a pronunciar con respeto el Nombre santísimo, a invocarlo, a adorarlo en todo lugar y a unirse a El con los vínculos de la fe, de la esperanza y del amor (...).

No dejen además ocasión para infundir en su corazón sentimientos nobles y elevados, para elevar su mente a pensamientos celestiales. La de ustedes sea una enseñanza que se divide y casi se diluye en cada acción, que al no revestirse del severo aparato de la cátedra, no se siente la aridez y no infunde el aburrimiento, que sabe hacerse entender y gustar por el lento como por el fácil ingenio, que entregado por una palabra, por un gesto, y hasta por una mirada, por una sonrisa, tiene consigo al mismo tiempo el precepto y los estímulos para practicarlo.

La instrucción religiosa es objeto de la razón y del sentimiento: la razón es de los años adultos, el sentimiento es de los años infantiles, por lo tanto la madre, como aquella en la cual el sentimiento predomina, es también la educadora más amable y más poderosa. Los recuerdos de una madre no se olvidan más (...).

Oh madres, aprovechen esta dulce y sublime influencia de la cual las ha provisto el Creador; aprovéchenla para criarle hijos dignos de El y podérselos ofrecer todos los días como hostias vivas y gratas. Ustedes son los sacerdotes de la casa, como el sacerdote es la madre en la Iglesia. Todas las delicias de ustedes residan en formar a Jesucristo en el corazón de sus hijos. Rafael se inmortalizó pintando sobre la tela los lineamientos de nuestro Señor transfigurado. Más feliz y más grande la madre cristiana que hace de sus hijos imágenes vivas del Hijo de Dios. Con mayor justicia que un famoso pintor ella puede decir: pingo aeternitati, ¡trabajo para la eternidad! [150]

 

 

“En cada fibra del cuerpo social hicieron penetrar el espíritu de Jesús”

 

287.     Tengan ante ustedes el ejemplo de los antepasados (...). Aún con respecto a la vida pública ellos dieron el ejemplo de lo que debemos hacer nosotros. Solícitos, como escribe un insigne apologista, más que de la forma política, de la justicia y santidad de las leyes; convencidos que la religión, esencialmente superior a los partidos civiles, debe ser servida por todos, no servir a nadie; ajenos igualmente de la presuntuosa arrogancia que quiere que se gobierne a la Iglesia a su modo y de la prudencia carnal, pródiga hacia el mundo de concesiones y simulaciones culpables, verdaderos seguidores del Redentor, verdaderos discípulos del Evangelio, verdaderos patriotas, ellos en cada fibra del cuerpo social hicieron penetrar el espíritu de Jesucristo y crearon las estupendas armonías del mundo cristiano y de la civilización cristiana.

Si aquel espíritu, oh mis queridos, habita realmente en ustedes, no puede suceder que no dé signos de vida, que no se traduzca en acciones. Del alma de ustedes debe pasar a otras almas, a sus familias, a los parientes, a los amigos, a los servidores, a los camaradas, a los condiscípulos, a los escolares, a sus ciudadanos, a todo aquel gran o pequeño mundo que los rodea. Este sacerdocio, este apostolado laical fue siempre un deber y una gloria, hoy es absoluta, suprema, urgente necesidad. [151]

 

 

b) LA ACCION DEL LAICO

 

“La fuerza laica de la Iglesia de Cristo”

 

288.     A la acción del clero debe ir armoniosamente unida la acción del laicado (...). Contra la Iglesia laica de satanás debe oponerse no solamente la fuerza sacerdotal, sino también la fuerza laica de la Iglesia de Cristo. Es a las dos fuerzas unidas que Dios ha reservado en todos los tiempos la victoria. Las puertas del infierno, Él ha dicho, no prevalecerán contra mi Iglesia jamás. Ahora la Iglesia, en su significado completo; la Iglesia, dilecta esposa del Nazareno; la Iglesia reino inmortal del Dios viviente; la Iglesia cuerpo místico de Jesús, no está constituida solamente por sacerdotes, ni sólo por los Obispos, ni solamente por el Papa, sino por los Pastores junto con los fieles, aunque los unos dependan de los otros. [152]

 

 

“Sean mediadores nuestros”

 

289.     Ciertamente no perecerá la Iglesia por las presentes batallas, como no ha perecido por aquellas mucho más formidables de diecinueve siglos, sin embargo sería desconocer la economía de la Providencia divina el abstenerse de cooperar para su triunfo, por ello fue confiada al sacerdocio (...).

Jesucristo mismo (...) podría, sin duda, defender y conservar a su Iglesia, pero por su gran benignidad llama a los hombres al honor de ser sus cooperadores; llama no sólo al sacerdocio, sino también al laicado; llama hombres y mujeres, grandes y pequeños, ricos y pobres, sabios e ignorantes.

Comprendan, por lo tanto, la nobleza y grandeza de la misión de ustedes, oh laicos, y traten de corresponderle dignamente (...). Sean mediadores nuestros, como nosotros somos para el beneficio de ustedes mediadores de Dios (...). ¿De qué sirve lamentar con interminables quejas el decaimiento de la fe, la corrupción de las costumbres, el desorden universal, si luego no queremos incomodarnos por nada, si no queremos hacer nada para remediarlo, si en el momento de la lucha abandonamos el campo y corremos cobardemente a escondernos? ¡Y qué! ¿no fuimos todos signados en la frente con el crisma de la fortaleza, todos enrolados en la milicia de Cristo? [153]

 

 

“Cada hombre es apóstol de la verdad”

 

290.     Todos los medios lícitos para influir sobre esta sociedad, que, católica en su mayoría, está gobernada por una minoría indiferente y anticristiana, deben ser usados con coraje, con constancia, con disciplina por todos. Digo por todos, porque sería un error gravísimo el creer que la defensa de la religión es deber exclusivo del clero, mientras en cambio es un deber general de todos aquellos que la profesan.

La Iglesia que es el cuerpo místico de Cristo, es un cuerpo moral, compuesto por muchos miembros, aunque diferentes los unos de los otros, pero todos unidos para formar un solo cuerpo, con tal conformación y distribución que se favorecen recíprocamente y todas contribuyen a la vida, al vigor, a la sanidad, a la conservación del mismo cuerpo. Por lo tanto, ya que la Iglesia está formada por clero y laicos, no puede estar el clero sin los laicos, ni éstos sin el clero. No, la religión no es un patrimonio del cual sólo el clero es usufructuario, ella está para el bien de todos y por lo tanto a todos corresponde la defensa.

No hay edad, oficio, o estado exento de este deber; como no hay oficio, edad o estado excluido de sus beneficios. Cuando, por el contrario, la religión se desvanece y las conciencias se envilecen y la libertad se apaga, ¿es quizás desventura solamente del clero? ¿No es quizás también el laicado y toda la sociedad que de ello experimentan daños gravísimos? Además, una fe que puede mirar con ojo indiferente el arreciar del mal sin conmoverse y que en medio de las blasfemias y de los escándalos no sabe encontrar en su celo otro mejor recurso que encerrarse en sí misma para no perecer, es una fe que quizás a los demás podrá parecer buena, pero que para mí, digo la verdad, no sé de que clase es. Y, en resumidas cuentas, la religión es la verdad: deuda de cada hombre que posee la verdad es propagarla, es participarla a quien no la conoce y es defenderla con todas las fuerzas del alma cuando es atacada. En este sentido todo hombre es apóstol de la verdad, como todo hombre puede ser su mártir. [154]

 

 

“Laicado e Iglesia, dos entidades indisolublemente hermanas”

 

291.     ¡Hermoso y consolador es el espectáculo que tenemos ahora ante nosotros! Al lado de los sagrados Pastores, y mezclados con un grupo selecto de Sacerdotes, nosotros vemos aquí un grupo no menos selecto de laicos, animados todos por el deseo del bien, todos inflamados por el noble ardor de la más santa de las causas, como es la causa de la Iglesia (...).

Hoy, desafortunadamente, entre el laicado y la Iglesia, entre estas dos entidades, indisolublemente hermanas, se ha tratado de levantar como un muro divisorio. Para lograrlo mejor, ¿qué hicieron los secuaces del actual liberalismo? Se empeñaron en fomentar el odio a la Iglesia, pintándola a los ojos del pueblo con los más tétricos colores. Todos los nombres más queridos y más santos fueron por ellos, diré así, profanados y cambiados por significados abominables para usarlos justamente en contra de ella. El patriotismo, la libertad, la dignidad humana, la ciencia, la hermandad, la igualdad, el progreso (nombres que en sus labios suenan irónicos y chorrean sangre), fueron utilizados en contra de las personas, las cosas y las instituciones de la Iglesia.

Ahora bien: conocer, amar, obedecer a esta Iglesia, interesarse por sus luchas y sus triunfos, propagar sus doctrinas, ayudar sus ministerios, tutelar sus derechos, reparar sus daños, confortar sus dolores, he aquí, especialmente en nuestros días, uno de los más grandes deberes de los católicos, he aquí hacia lo que deben tender los esfuerzos del clero y laicado unidos. [155]

 

 

“Queremos ser cristianos verdad”

 

292.     Nosotros queremos ser cristianos de verdad, cristianos de fe y de obras. Sacerdotes o laicos, cultos o indoctos, ricos o pobres, queremos unirnos en una sola familia, cada uno a la sombra de nuestro templo y todos, como un solo corazón y una sola alma, ofrecernos al Padre de los fieles, al santo Vicario del Príncipe de la Paz y de la Justicia, obedientes y dóciles ejecutores de todo lo que quiere y desea por el bien inseparable de la religión y de la patria.

Queremos estar unidos entre nosotros como verdaderos hermanos, no sólo en el templo, sino también fuera de él, para ayudarnos y confortarnos recíprocamente, para difundir el honor del Jesucristo y extender su reino en las familias, en las escuelas, en las administraciones públicas, para asegurarnos y gozar, sin altanería, sin afán de dominar, el derecho de aquella verdadera libertad cristiana que debe ser igual para todos y no el absurdo privilegio de sectarias camarillas.

Queremos defender a la pobre juventud de los malos ejemplos y de las doctrinas perversas, de las malas costumbres y de toda acción corruptora para consuelo de sus familias y para bien y decoro del país.

Queremos la libertad de la Iglesia, la libertad de nuestro Jefe, la libertad de nuestro culto, la libertad del trabajo, la libertad de santificar las fiestas, la libertad de ejercer nuestros derechos más sagrados, en fin la libertad de los hijos de Dios. [156]

 

 

“Vastísimo es hoy el campo del laicado”

 

293.     Vastísimo es hoy el campo del laicado. Promover, ayudar, difundir la buena prensa; unirse en Comisiones y Sociedades Católicas y organizarlas; solicitar sin tregua la instrucción religiosa en las escuelas y el descanso festivo; participar, hasta donde es lícito, en el gobierno de la cosa pública, mediante la intervención en las elecciones administrativas; combatir donde es necesario, con la palabra y con los hechos, la mort influencia del hábito masónico, que se ha infiltrado ya en todas partes; echar, cuando se presente la ocasión, a esos prepotentes, a esos ruines que en los Municipios osan ofender a veces los sentimientos más delicados de un pueblo, permitiendo que se ultraje su fe y se pisoteen sus derechos más sagrados, las tradiciones más apreciadas; reunir a los jóvenes en el primer florecer de la vida en los Oratorios festivos y en las escuelas cristianas, preservándolos así de la corrupción del mundo; prestar ayuda a la augusta pobreza del Padre Común con el óbolo del amor filial; con el óbolo de los clérigos pobres reabastecer de nuevos ministros al Santuario; con instituciones crediticias extirpar la usura y socorrer las necesidades especialmente de la clase obrera; reclamar calmos, prudentes, por las vías legales, pero fuertes, valientes, sin titubeos, la libertad e independencia verdadera y real del Sumo Pontífice, nuestro jefe y nuestro padre, de la manera querida por él que es el único juez... son todas obras, una más necesaria y meritoria que la otra, que sirven para confundir a los enemigos de la fe, para alimentar en nosotros la llama de la caridad divina, y para mostrarnos verdaderamente, como debemos ser, dignos hijos de la Iglesia de Jesucristo. [157]

 

 

c) LA CONFESION DE LA FE

 

“Yo no me avergüenzo del Evangelio”

 

294.     En las cosas de religión, ya se trate de dogma o de moral, de preceptos o de consejos, de leyes de Dios o de la Iglesia, de culto o de jerarquía, del Papa, de los Obispos o del sacerdocio menor, no sólo nuestro lenguaje, sino nuestra vida debe ser como un grito que le diga a la tierra: Yo no me avergüenzo del Evangelio (...).

Es la hora de profesar y practicar francamente nuestra fe. Es la hora de poner en práctica la vigorosa regeneración cristiana del pueblo, engañado e irritado por las mentirosas promesas de quien, en cambio de bienestar y de riqueza, no le ha dado más que humillaciones y miseria. Es la hora de abrazarlo con nuestra caridad, en nombre de Jesucristo, para que no preste oído a mentirosas doctrinas y a promesas todavía más falaces. Es hora de formarse unidos alrededor de nuestro Jefe supremo, el vicario de Jesucristo. [158]

 

 

“¿Quizás el martirio no es para nosotros?”

 

295.     ¿Quizás el martirio no es para nosotros? El Espíritu Santo nos dice a cada uno en las divinas Escrituras: lucha por tu alma y combate hasta la muerte por la justicia. Esta justicia es la verdad de Cristo, de la cual aquellos que se alejan, piensan cosas injustas, y haciéndose operadores de iniquidad, merecen el odio eterno de Dios (...).

Por esta verdad es necesario combatir denodadamente hasta la agonía y la muerte. Y una hora de esta agonía en la vida, tarde o temprano, llega para todos. Al menos, dice un Doctor, la asidua lucha del espíritu con la carne, el dolor de un alma, que tal vez está atada a la tierra como esclava, rechazada por el cielo como indigna, es agonía, es martirio; y el tener el coraje de las propias convicciones, el llevar una vida cristiana ante un mundo que ríe, porque no tiene el coraje de creer, está en cierto modo cerca del martirio.[159]

 

 

“Debemos tomar abiertamente partido por Dios”

 

296.     Muchos se mantienen católicos pero por pusilanimidad mantienen escondida su fe. No nos condenemos al silencio cuando se blasfemia el nombre tres veces santo de Dios y se escarnece nuestro Padre común, el Romano Pontífice. No seamos de aquellos católicos de los cuales escribía el profundo Pascal: indecisos por timidez, indulgentes por cálculo, no se sabría bien lo que ellos piensan.

Ha llegado el tiempo de las grandes decisiones. ¿No somos nosotros los hijos de los héroes y de los mártires? ¿no somos nosotros los herederos de esa fe que resistía a los tiranos y a los bribones? ¿No profesamos nosotros esa fe que ha vencido al mundo? Si esta fe enseña que aquí abajo estamos en continua lucha con los enemigos espirituales, ¿no deberemos estarlo con los enemigos de la religión? Si el amor por la religión debe armarnos para su incansable defensa, el primero y más fácil acto de defensa es mostrarnos sin temor y sin ostentación religiosos, con palabras y con hechos. [160]

 

 

 

“El coraje del bien”

 

297.     Ha llegado la hora de mostrar a los hijos del siglo, que se proclaman libres, cuál es la verdadera libertad y en qué consiste. Si la vida del cristiano es siempre una milicia, ¿qué será en nuestros días? Nosotros podemos hacernos todas las ilusiones que queramos, pero la guerra, y una guerra más insidiosa y feroz que nunca, arde hoy de un extremo al otro del mundo contra el catolicismo (...). Nos toca a nosotros, hijos de la verdadera Iglesia de Cristo, sostener intrépidos este combate, preclaro y santo por excelencia: el manifestar ante la mirada de los amigos y de los enemigos toda la fuerza y el entusiasmo del coraje católico, la fuerza y el coraje de un pueblo radiante de todo el esplendor de la fe y de la esperanza cristiana. ¡Ah! ¿El coraje del mal lo tienen los malvados hasta la desfachatez y solamente a los buenos les faltará el coraje del bien? ¿Lo tendrán ellos para perderse y no nosotros para salvarnos? ¿Aquellos estarán listos para la ruina de la juventud, mientras nosotros, para educarla cristianamente, permanecemos tímidos y hesitantes? Renuncian aquellos a toda consideración, pisoteando las honorables costumbres, las leyes, la conciencia, la voluntad de todo un pueblo; ¿y nosotros, inundados por la luz divina de diecinueve siglos, sostenidos por todo lo bueno y lo verdadero que se recibe en la tierra, nosotros bendecidos y animados por el Cielo, nosotros seguros de la inmortal corona, temblaremos? (...).

Especialmente ustedes, oh jóvenes, querida esperanza de la Iglesia y de la patria, no olviden jamás que las luchas y triunfos deben comenzar en sus corazones. El corazón de ustedes es el primer campo en el cual se suscitan y se preparan las grandes cuestiones, los más sagrados intereses de la Iglesia, de la Familia, de la sociedad civil (...). No se dejen seducir por las charlatanerías de un mundo que ríe porque no tiene el coraje de creer. Huyan de los apóstoles del error como huirían a la vista de una serpiente venenosa. Profundicen con el estudio los principios de nuestra religión santísima, posean la ciencia de la fe, sean creyentes por convicción profunda y entonces nada podrán contra ustedes todas las seducciones del siglo. Vencedores ustedes mismos levantarán entonces siempre más alto el estandarte de la verdad cristiana, temerán solamente a Dios y serán verdaderamente libres. [161]

 

 

“Tengan la energía de sus convicciones”

 

298.     La energía, he aquí lo que en nuestros días falta en la mayoría. La energía no es de ningún modo la firmeza, ya que esta puede ser también una fuerza inerte; la energía no debe confundirse en absoluto con la fidelidad y con la constancia, ya que ella es causa, no efecto de esas dos virtudes. La energía no es de ningún modo la violencia, ya que la violencia se agota en un esfuerzo pasajero y estéril. La energía es la fuerza del alma y de la voluntad, pero una fuerza que resiste y que progresa, que resiste todos los asaltos, y que vence todos los obstáculos, es una virtud conquistadora.

Entre las luchas más ardientes, ella se mantiene en los límites precisos de la verdad; ella domina y dirige con autoridad calma y soberana todas las facultades de la inteligencia y todos los impulsos del corazón. Es la energía la que crea las grandes empresas (...).

Tengan también ustedes esta energía; ante todo la energía de sus convicciones. Cuando uno tiene detrás de sí diecinueve siglos de luz, de gloria y de beneficios; cuando uno tiene detrás de sí un ejército invencible de apologistas y de doctores, la ciencia y el genio, la castidad y el sacrificio, los apóstoles y los mártires; cuando, todavía hoy, la Iglesia llena con tantas obras maravillosas la tierra, ¡oh, está bien seguro de hablar y de obrar con santa independencia y con noble fiereza! ¡Se tiene el derecho a mirar en la cara al error, sin palidecer!

Tengan energía contra las pasiones. También éstas pueden lograr ser instrumentos eficaces del bien, si nosotros sabemos frenarlas y dirigirlas, mediante la energía de la voluntad. Es como el rayo que todo aplasta y destruye a su paso y pero que, hecho dócil en manos de la ciencia, lleva el pensamiento del hombre a través del océano con la rapidez del relámpago.

¿Tienen pasión y deseos de trabajar? Vengan. El campo para recorrer es muy amplio. Leo el programa de ustedes Señores: organización de los Católicos en Emilia; acción católica; actos de religión y de culto; prensa, escuelas, etc. ¿Les invade la ambición? Oriéntenla hacia la conquista de todo lo que es bello, de todo lo que es bueno, de todo lo que es verdadero. Sí, hay una ambición santa: es la que nos grita continuamente: ¡Más alto!, ¡Más alto todavía! ¡Más alto en la fatiga, más alto en la virtud, más alto en el sacrificio, más alto en la influencia regeneradora! ¡Más alto! Excelsior, excelsior!

Tengan la energía del apostolado, ya que cada cristiano debe ser apóstol. ¿Cómo poseer la verdad, verla, sentirla, amarla y no sentir la necesidad imperiosa de difundirla, de comunicarla a los demás?

Tengan la energía que sabe resistir en la hora de la prueba y del combate, ya que cada cristiano deber ser soldado (...). Combatan como fuertes, pero al mismo tiempo con caridad. Los adversarios, diré con un insigne escritor moderno, por más malignos que sean, pertenecen todavía a la arquitectura del bien y si Dios asesta golpes vigorosos, cambiarán. Lleven sus manos al santuario del corazón; recorran una por una todas las fibras, hallarán también la fibra del amor. Tóquenla con la cortesía que es hermana de la caridad; esa fibra se moverá y ustedes habrán conquistado un alma inmortal e inclinado al cetro de la verdad un nuevo corazón. La verdad cristiana, recuérdenlo siempre, quiere a su servicio no hombres que maten, sino que salven; no pide verdugos sino víctimas. Piensen que el Apóstol describiendo la armadura del soldado cristiano le da las sandalias, que él llama preparación del Evangelio de Paz. En la escuela de Jesucristo combatir y vencer es amar. El amor es triunfo, el odio derrota. [162]

 

 

“El carácter que produce la firmeza y el coraje”

 

299.     El mérito más hermoso del hombre en la sociedad civil es el carácter, fruto de convicciones profundas; el carácter que produce a su vez la firmeza y el coraje al revelar con la frente alta y ante todos, cuando sea necesario, la propia opinión. Una plaga fea de nuestro tiempo es desgraciadamente la falta de este carácter, donde con frecuencia los hombres no se comprenden entre ellos porque, como verdaderos camaleones, cambian ideas, opiniones, lenguaje, según las personas que se le acercan (...). Es hora de terminar con las conciencias ineficaces y los cobardes miedos. ¡Oh!, ¿por qué no usamos también aquí toda nuestra libertad? [163]

 

 

“Es tiempo de despertarnos, es tiempo de actuar”

 

300.     Para nosotros los que somos, por misericordia divina, creyentes, corresponde el empeñarnos para salvar la sociedad y la patria de mayores calamidades, tanto más que también nosotros, digámoslo francamente, no estamos exentos de culpa. Fuimos, por demasiado tiempo, débiles, inciertos, casi temerosos de la mirada hosca y del caminar engreído de los audaces demoledores de esa fe, que debía ser para nosotros más preciada que la vida; y si no quemamos incienso para sus ídolos, nos escondimos y los dejamos dueños de dañar y de vaciar las cajas.

Es tiempo de despertarnos, es tiempo de actuar (...). El que, ante tanta febril actividad de los malvados, se mantiene apartado, es un traidor, un cobarde. El Evangelio está lleno de alegorías, de preceptos, de reprimendas, de anatemas contra la desidia de los perezosos y la esterilidad de las almas ociosas y ningún vicio es más frecuentemente y con más fuerza atacado que éste.

¿Qué beneficio obtienen, les diré, el lamentarse continuamente sobre los males que los afligen, si luego no hacen nada para ponerle remedio? Sirve para una sola cosa: hacer que nuestros enemigos sean más intrépidos, dado que ven en eso la pusilanimidad y la debilidad de ustedes,. ¿No saben que los hechos de una época tienen por lo general sus raíces en la época anterior, que el orden de los hechos sucede al orden de las ideas, y que, por consecuencia, si queremos un mejor porvenir debemos prepararlo desde ahora? (...).

No es bondad, no es fe, sino condenable presunción la de esperar todo de los milagros. El verdadero fiel cree, sí, en los milagros, pero sabe muy bien que éstos no son los medios ordinarios con los cuales Dios gobierna el mundo; cree en los milagros, pero está bien persuadido que éstos nunca serán obrados por Dios para satisfacer la vana curiosidad de los tontos, ni para premiar la inercia y la haraganería de nadie. [164]

 

 

“La sociedad cristiana no rechaza los Nicodemos, pero quiere el fuego de Pedro”

 

301.     Que los tímidos y los pusilánimes se fortalezcan, ya que la sociedad cristiana no humilla a los ineptos, pero necesita leones; no rechaza los Nicodemos, pero quiere el fuego de Pedro (...). En fin, si todos aquellos que son católicos convencidos, lo mostraran con los hechos, ¿quién no ve que el bien comenzaría a enfrentarse a la par con el mal, y los derechos de la mayor parte de los ciudadanos serían más apreciados por aquellos por los cuales, digámoslo todavía, los católicos se dejaron vencer? Y bien, sea éste el deber de ustedes: obrar el bien unida, franca y valientemente. [165]



[1] Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores, Piacenza 1896, págs. 8-10

[2] Homilía de Pascua, 1879 (AGS 3016/4)

[3] Carta Pastoral para la Santa Cuaresma de 1878, Piacenza 1878, págs. 17-18

[4] Homilía de Pascua, 1880 (AGS 3016/4)

[5] Id., 1893

[6] Homilía de Pentecostés, 1879 (AGS 3016/6)

[7] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 38-40

[8] Carta pastoral, 3 de noviembre de 1881, Piacenza 1881, págs. 23-25

[9] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 25-27

[10] Ibid., págs. 35-36

[11] Homilía de Todos los Santos, 1886 (AGS 3016/8)

[12] El Concilio Vaticano, Como 1873, págs. 115-117

[13] Homilía de todos los Santos, 1886 (AGS 3016/8)

[14] Carta Pastoral para la Santa Cuaresma de 1879, Piacenza 1879, págs. 17-18. Hay que notar que en la época "religión católica" y "verdadera fe" eran puros sinónimos.

[15] Homilía de Todos los Santos, 1897 (AGS 3016/8)

[16] Ibid.

[17] El Concilio Vaticano, Como 1873, págs. 119-120

[18] Homilía de Pentecostés 1898 (AGS 3016/6)

[19] Homilía de Todos los Santos 1897, (AGS 3016/8)

[20] Para la inauguración del Templo del Carmen en Piacenza, 17.2.1884 (AGS 3018/2). La cita en latín está sacada de San Agustín.

 

[21] Por su retorno desde Roma, Piacenza 1882, págs. 21-22

[22] Católicos de nombre y católicos de hecho, Piacenza 1887, págs. 15-16. Scalabrini define "nuevo liberalismo" la actitud de los "intransigentes" ultrancistas (cfr. Biografía, págs. 677-680)

[23] Ibid., págs. 16-20. El Autor deplora el "sistema" de los "intransigentes" más radicales que tachaban de heterodoxia o de desobediencia a los "rosminianos" y a los "conciliadoristas" que disentían con ellos en materias opinables

[24] Intransigentes y transigentes, Bolonia 1885, pág. 18

[25] Agradecimientos, Piacenza 1901, pág. 5

[26] El santo jubileo, Piacenza 1886, págs. 20-21. Una vez más el Autor deplora las violentas polémicas de los "intransigentes" y su tentativa de hecho, de obviar la autoridad de los Obispos con el pretexto de salvaguardar la del Papa

[27] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 45-46.

 

[28] Al venerable clero y queridísimo pueblo, Piacenza 22.9.1894

[29] Homilía de Navidad, 1876 (AGS 3016/1)

[30] Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores, Piacenza 1896, págs. 14-15

[31] El Concilio Vaticano, Como 1873, págs. 214-215

[32] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 10-13

[33] Intransigentes y transigentes, Bolonia 1885, págs. 16-17. Algunos "intransigentes" reprochaban a León XIII haber abandonado la rígida política que Pío IX había adoptado contra el gobierno italiano.

[34] Carta a G. Bonomelli, 23.5.1883 (Correspondencia S. B., pág. 126). El "partido" era el de los "intransigentes" más radicales. "Ese programa": "Llorando los males de la Iglesia, me entregaré por entero a la oración y al ejercicio del sagrado ministerio, haciendo por mi cuenta lo que estime oportuno para el bien de las almas y no preocupándome de otra cosa más que prepararme para la muerte” (Id. 19.9.1882. Ibid., pág. 71).

 

[35] Id., 6.5.1891 (ibid., págs. 284-285)

[36] Id., enero 1886 (ibid pág. 191). La máxima es de Antonio Rosmini

[37] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 14-15

[38] Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores, Piacenza 1896, págs. 31-32

[39] Ibid., págs. 18-19. La Carta Pastoral fue escrita en ocasión del "cisma de Miraglia" (cfr. Biografía, págs. 872-905)

[40] Carta Pastoral del 23.1.1878, págs. 1-5. La carta fue escrita después del ataque que el obispo sufrió por parte de los anticlericales por haber obedecido a las órdenes de la Santa Sede en ocasión de los funerales de Vittorio Emanuele II (Biografía, págs. 624-628)

[41] Ibid. págs. 5-7

[42] La Iglesia Católica, Piacenza 1888, págs. 30-31

[43] Católicos de nombre y católicos de hecho. Piacenza 1887, págs. 24-25. El Autor sostiene, en oposición a los "intransigentes" que el primer "derecho" de la Iglesia es la caridad

[44] Ibid., pág. 27

[45] Palabras pronunciadas en ocasión del desastre de la isla de Ischia, 4.8.1883  (AGS 3018/23)

[46] Discurso sobre el SS. Crucifijo, 1880 (AGS 3017/3)

[47] Carta Pastoral para la Santa Cuaresma del año 1893, Piacenza 1893, págs. 13-14

[48] Óbolo de San Pedro, Bolonia 1900, págs. 5-8. Carta colectiva de los Obispos de la región emiliana, redactada por Monseñor Scalabrini

[49] El Concilio Vaticano, Como 1873, págs. 172-173

[50] Homilía de Pentecostés, 1900 (AGS 3016/6)

[51] Al venerable clero y querido pueblo de la ciudad y de la Diócesis, Piacenza 1878, pág. 5

[52] Carta a León XIII, 15.2.1879 (AGS 3019/2)

[53] Carta Pastoral para la Santa Cuaresma de 1879, Piacenza 1879, pág 5

[54] Actos y documentos del Primer Congreso Catequístico..., Piacenza 1890, pág. 238

[55] Homilía de San Pedro 1899 (AGS 3016/7)

[56] Sobre el Opúsculo "La Carta del Excelentísimo Cardenal Pitra" - Los comentarios - La palabra del Papa, Piacenza 1885, págs. 20-21

[57] Carta a Pío IX, 5.4.1876 (AGS 3019/1) (traducción del latín)

[58] Carta a León XIII, 27.3.1893 (AGS 3019/2)

[59] Carta Pastoral, 15 de Agosto 1895, Piacenza 1895, págs. 6-7.

[60] Ibid, págs. 11-12

[61] Carta a León XIII, 21.1.1901 (ASV-SE, Rub. 3/1901, fasc. 3, Prot. N. 61381)

[62] La elección del nuevo Pontífice Pío X, Piacenza 1903, págs. 5-6

[63] Primera Carta Encíclica de Su Santidad Pío X, Piacenza 1903, págs. 6-7

[64] Espíritu de gozo, Piacenza 1878, págs. 4-5

[65] Universo Nuestro Clero, Piacenza 1888, págs. 3-4 (trad. del latín). La carta fue escrita en ocasión del decreto "Post Obidum" que condenaba 40 proposiciones de Rosmini (cfr. Biografía págs. 707-722). Los sacerdotes de Piacenza estaban divididos en "tomistas" y "rosminianos" (cfr. ibid., pág. 696-702).

[66] Primera Carta Pastoral, Como 1876, págs. 1-2

[67] Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores, Piacenza 1896, págs. 19-20

[68] Carta Pastoral para la visita Pastoral, Piacenza 1876, págs. 5-7.

[69] Discurso para el jubileo episcopal de Mons. Bonomelli, Cremona 1896, págs. 7-8.

[70] Ibid., págs. 8-10

[71] Ibid., págs. 12-14

[72] Para la consagración de Mons. Angel Fiorini, 26.11.1899 (AGS 3018/4)

[73] Carta a Mons. Bonomelli, 10.6.1892 (Correspondencia S.B. pág. 297). León XIII había amenazado con quitarle a Bonomelli el gobierno de la diócesis de Cremona

[74] Id., 2.3.1893 (ibid., págs. 102-103). El "pobre arzobispo" humillado por el Pbro. David Albertario era Mons. Luis Nazari di Calabiana de Milán (Cfr. Biografía, págs. 553-554)

[75] Id., 14.1.1893 (ibid pág. 88). El "conocido diario" es `El Observador Católico de Milán' (cfr. Biografía, pp. 551-553).

[76] Carta al Card. G. Simeoni, 14.1.1889 (AGS 3/1). El folleto es "El Proyecto de ley sobre la inmigración italiana", en el cual Mons. Scalabrini solicita al gobierno la exención de los clérigos aspirantes a misioneros del servicio militar a cambio de un "servicio civil" de 5 años, a cumplir dictando clases a los emigrados

[77] Ibid. "El Observador Católico" había insinuado que Mons. Scalabrini había mandado a su hermano, prof. Angel Scalabrini, a inspeccionar la situación religiosa de las colectividades italianas en el exterior (cfr. Biografía, págs. 34-35).

[78] Primera Carta Pastoral, Como 1876, págs. 2-3

[79] Discurso para el jubileo episcopal de Mons. G. Bonomelli, Cremona 1896, págs. 14-15

[80] "Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores", Piacenza 1896, págs. 42-44. La "piedra del escándalo" era el sacerdote apóstata Presbítero Pablo Miraglia (cfr. Biografía, págs. 872-905)

[81] Discurso para el jubileo episcopal, 1901 (AGS 3018/3)

[82] Sobre el Opúsculo La Carta del Excmo. Card. Pitra - Los comentarios - La palabra del Papa, Piacenza 1885, págs. 13-14. El opúsculo deplorado por Scalabrini apoyaba a los "intransigentes" extremistas, que pretendían ser la única voz "católica" y con mucha facilidad tachaban de herejes a sus adversarios

[83] Ibid., págs. 18-20

[84] Carta al Card. A. Agliardi, s.f. (AGS 3020/2). El Card. Wlodimir Czacki habitualmente manifestó ideas concordantes con las de Scalabrini. El periodismo era el de Albertario, Des Houx, Nocedal, etc. El "opúsculo" se publicará en 1899 con el título "El socialismo y la acción del clero".

[85] Carta a León XIII, 16.8.1885, publicada en Leonis XIII  Epístola ad Archiepiscopum Parisiensem, Roma 1885, págs. 144-145. Con la Carta al Card. Guibert, arzobispo de París, León XIII había condenado los excesos del periodismo más intransigente (cfr. Biografía, págs. 580-581).

[86] Sobre el Opúsculo La Carta del Excmo. Card. Pitra - Los comentarios - La palabra del Papa, Piacenza 1885, págs. 21-22.

[87] Ibid., págs. 17-18.

[88] Obediencia, unión, disciplina (AGS 3018/20): es un bosquejo preparado por Scalabrini para una pastoral colectiva del episcopado emiliano.

[89] Ibid.

 

[90] Ibid.

[91] Discurso para el jubileo episcopal de Mons. G. Bonomelli, Cremona 1896, págs. 10-11

[92] Homilía de Navidad, 1885 (AGS 3016/1). En 1885 los Evangélicos Metodistas habían abierto una iglesia en Piacenza

[93] Católicos de nombre y católicos de hecho. Piacenza 1887, págs. 21-22. El Autor defiende aquí a Bonomelli, acusado de "liberalismo" porque auspiciaba la conciliación entre la Santa Sede y el Estado italiano (cfr. Biografía, págs. 679-682).

[94] Ibid., págs. 23-24. Está aquí citado M. Salzano, "El Catolicismo en el siglo XIX”.

[95] Carta al Cardenal M. Rampolla, 17.7.1893 (ASV-SE, Rub. 3/1893, fasc. 1, Prot. 13276).

[96] Carta a León XIII, 19.11.1881 (Correspondencia S.B., págs. 39-40). Por "revolución en la Iglesia" Scalabrini entendía la violación del "principio jerárquico", o sea de la autoridad del Obispo, en dependencia con el Papa y no de sacerdotes o laicos, sobre la diócesis (cfr. Biografía, págs. 524-531).

[97] Homilía de San Pedro 1898 (AGS 3016/7).

[98] Discurso ante la Academia para el jubileo episcopal, 1901 (AGS 3019/2).

[99] Carta a León XIII, 28.4.1903 (AGS 3019/2)

[100] Elogio fúnebre a Mons. Angel Bersani Dossena obispo de Lodi, 1887 (AGS 3018/7).

[101] Los derechos cristianos y los derechos del hombre, Bolonia 1898, págs. 3-4 (Carta pastoral colectiva del episcopado emiliano, redactada por Scalabrini).

 

[102] Carta a G. Bonomelli, 22.9.1881 (Correspondencia S.B., pág. 16). "El Observador Católico" se había inmiscuido indebidamente en un asunto interno de la diócesis de Piacenza, como la destitución del rector del seminario can. Savino Rocca por motivos de disciplina (cfr. Biografía, págs. 495-503).

[103] Carta a León XIII, 26.9.1881 (AGS 3019/2).

[104] Carta a G. Bonomelli, agosto 1882 (Correspondencia S.B., pág. 64). Mons. Guindani era obispo de Bérgamo

[105] Id., 11.9.1881 (ibid., pág. 14).

[106] Id., 28.4.1890 (ibid., pág. 267). Las "censuras de la Inquisición" habían sido preanunciadas por las "notas" de Bonomelli a los libros de Monsabré, por él traducidas al italiano, pero fueron conjuradas por Scalabrini (cfr. Biografía, págs.759-765).

[107] Id., 19.9.1882 (ibid., pág. 70).

[108] Id., 22.11.1881 (ibid., pág. 35).

[109] Primera carta pastoral, Como 1876, pág. 4.

 

[110] Unión con la Iglesia, obediencia a los legítimos Pastores, Piacenza 1896, págs. 22-23

[111] "El sacerdote católico", Piacenza 1892, págs. 20-21.

[112] Ibid., págs. 15-16.

[113] Ibid., págs. 16-17.

[114] Discurso al clero en la congregación de los casos de conciencia, 1877 (?) (AGS 3018/1) (trad. del latín).

 

[115] El sacerdote católico, Piacenza 1892, pág. 25.

[116] Circular del 7.2.1898, Piacenza 1898, págs. 22-23.

[117] Tercer discurso del 2° Sínodo, 4.5.1893. Synodus Dioecesana Piacentina Secunda..., Piacenza 1893, pág. 195 (trad. del latín).

[118] Ibid., págs. 195-196.

[119] El sacerdote católico, Piacenza 1892, págs. 37-38

[120] 2° Discurso del 2° Sínodo, 3.5.1893. Synodus Dioecesana Placentina Secunda..., Piacenza 1893, págs. 179-180 (trad. del latín).

[121] Ibid., págs. 180-181

[122] Ibid., págs. 181-182.

[123] Tercer discurso del 3er. Sínodo, 30.8.1899, Synodus Dioecesana Placentina Tertia..., pág. 248 (trad. del latín).

[124] Ibid., págs. 248-249.

[125] Ibid., págs. 249-250.

[126] Ibid., pág. 251

[127] El sacerdote católico, Piacenza 1892, pág. 32

[128] Fe, vigilancia, oración, Piacenza 1899, pág. 17

[129] 3er discurso del 3er. Sínodo, 30.8.1899. Synodus Dioecesana Placentina Tertia..., Piacenza 1900, pág. 255 (trad. del latín).

[130] Ibid., págs. 253-254

[131] Ibid., págs. 252-253.

[132] Traducción parcial de las Monitiones hechas por el Obispo en el tercer sínodo (Ibid., págs. 204-216).

[133] Tercer discurso del 2° Sínodo, 4.5.1893. Synodus Dioecesana Placentina Secunda..., Piacenza 1893, págs. 187-188 ( trad. del latín).

[134] Ibid., págs. 185-186

[135] Ibid., pág. 189-190

[136] Ibid., pág. 191

[137] Obra de S. Opilio, Piacenza 1892, págs. 10-11.

[138] Ibid., págs. 13-14

[139] Ibid., págs. 19-20.

[140] Ibid., págs. 14-15

[141] Ibid., págs. 7-9

[142] Carta a G. Bonomelli, 14.10.1897 (Correspondencia S. B., pág. 342).

[143] Carta a Mons. G. Marinoni, 27.3.1882 (Archivo del Instituto Pontificio para las Misiones Extranjeras, Milán).

[144] Para la inauguración del Templo del Carmen en Piacenza, 17.2.1884 (AGS 3018/2). El pensamiento de Scalabrini sobre los "religiosos" se puede sacar de la Parte V, "La vida religiosa".

[145] Primera reunión anual de los Comités parroquiales (1882?) (AGS 3018/18).

[146] Panegírico de San Columbano, 9.9.1894 (AGS 3017/4).

[147] El Catequista Católico, 1901, v. I, págs. 257-258.

[148] Homilía de Pentecostés, 1876 (AGS 3016/6).

[149] Unión, acción, oración, Piacenza 1890, págs. 8-10

[150] Educación cristiana, Piacenza 1889, págs. 31-33.

[151] Carta pastoral para la Santa Cuaresma del año 1893, Piacenza 1893, págs. 21-23.

[152] Acción Católica, Piacenza 1896, págs. 16-17

[153] Ibid., págs. 18-20

[154] Para la inauguración de los Comités diocesano y parroquiales, 18.4.1881 (AGS 3018/18).

[155] Apertura IV Reunión regional de la Obra de los Congresos, 11.6.1897 (AGS 3018/18).

[156] Clausura de la IV Reunión regional de la Obra de los Congresos, 12.6.1897 (AGS 3018/18).

[157] Apertura IV Reunión regional de la Obra de los Congresos, 11.6.1897 (AGS 3018/18).

[158] Clausura IV Reunión regional de la Obra de los Congresos, 12.6.1897 (AGS 3018/18).

[159] Para el solemne reconocimiento de las reliquias de los Santos Antonino y Víctor, Piacenza 1880, págs. 29-30.

[160] Para la inauguración de los Comité Diocesano y parroquiales, 18.4.1881 (AGS 3018/18).

[161] Discurso para la fiesta de San Antonino, 1893 (AGS 3017/5)

[162] Palabras para la II Reunión regional de los Comités católicos, 24.4.1889 (AGS 3018/18).

[163] Cómo santificar las fiestas, Piacenza 1904, pág. 33

[164] Apertura IV Reunión regional de la obra de los Congresos, 11.6.1897 (AGS 3018/18).

[165] Para la inauguración de los Comités diocesano y parroquiales, 18.4.1881 (AGS 3018/18).